Opinión

Leopoldo y su “furancho-tienda”

Ahora que lo pienso, aquello no sé si era una tienda de-todo-un-poco y, además, taberna, o bien una taberna con, también, tienda de comestibles; pero el caso es que se complementaban perfectamente las dos funciones gestionadas por Leopoldo y su esposa María, los titulares del entrañable establecimiento. Pero digamos primero que el local estaba situado donde en la actualidad está el Rías Baixas, es decir, como a 300 metros de la actual Estación Empalme. El caso es que aquello era como un “pequeño santuario” a donde se acudía para casi todo, incluyendo el uso de teléfono público, del que allí disponía “oficialmente” el barrio, ¡qué lujo!... para poder conferenciar con un familiar residente en Francia o Alemania, que estaba en auge por la cuestión emigratoria. El furancho también disponía de buzón y recepción postal, donde llegaba la correspondencia que luego Leopoldo distribuía rigurosamente a los vecinos.

Había estado muchos años en Cuba, de donde regresó hablando un “siseado gallego cubanizado” muy pegadizo. Al llegar, fue adquiriendo pronto el sobrenombre de “Pancho”, tal vez por el parecido físico con aquel celebre Pancho Villa de allende los mares. En el local, la relación entre tendero y cliente era muy peculiar, desde el punto de vista social. El sitio, no muy grande, por cierto, pero disponía de tres o cuatro mesas, en las que se formaban timbas de tute o dominó, y era frecuente que el mismo Pancho se uniera a una partida, levantándose de la mesa para atender a cada cliente que entraba en el local. Los jugadores, ya acostumbrados, lógicamente esperaban. Se cantaba a capela cuando alguna garganta engullía unas cuncas de más y no faltaba un sonoro aturuxo para culminar, si se terciaba.

En una zona que rodeaba la casa, (hoy aparcamiento del Rías), se jugaba a “chave”, rivalizando en ambiente con partidas que también se celebraban en la bodega de Amparo en San Pedro, en que competían buenos “chaveiros”, siempre con el interés de degustar un porrón de vino tinto que tipificaba el desafío. Se puede decir que la “Casa de Leopoldo” (o Pancho) era el centro neurálgico entre la Estación y el Pino, partiendo de allí también la pista que recorrían los bañistas andando hasta el Balneario de Las Caldas. Además, no olvidamos el trasiego peonil entre Canedo y la city; personal que solía hacer un alto en el camino para refrigerarse con un mosto. Curiosamente, la gente (amigos y clientes), cuando a él se dirigían como tendero se le llamaba Leopoldo, mientras que cuando se le solicitaba un tintorro como tabernero se le llamaba Pancho.

Me viene a la memoria un par de flashes… y eran el bidón color azul de donde extraía el aceite con una bomba de émbolo manual para trasvasar a la botella de quien le solicitaba un “cuartillo”, que era una medida muy socorrida de aquel entonces. Otro detalle que también memorizo era la rapidez con que hacía los cartuchos utilizando aquellas enormes hojas que iban quedando atrasadas del antiguo formato de La Región, para envasar los 150 gr de garbanzos, el azúcar, las lentejas, etc. tras pesarlos en una báscula de platos de cobre.

Ni que decir tiene que el chismorreo, el bulo, la chacota, las bromas se encauzaban en gran medida desde y a través de la casa de Pancho, que funcionaba también como correveidile del “personal del barrio”.

No quiero dejar de reseñar una anécdota que con él nos sucedió a mi familia, que decía mucho de la calidad humana de Leopoldo. Llegábamos trasladados desde Verín, a vivir allí cerca, en Santa Ana; andábamos por el año 1950. Al día siguiente de arribar al barrio, mi madre acudió a la tienda y, tras comprar unas viandas, le pidió el importe de la compra para efectuar su abono. Él sacó un bloc cuadriculado; sin más, preguntó a mi madre cómo se llamaba. A continuación, relacionó lo que le había servido y lo anotó en la primera hoja con el importe; después le dijo: “Márchese, leve a nota, e cando o seu home cobre o fin de mes, págueme todo xunto, como fai todo o mundo”. Era la primera vez que entrabamos allí… ¡no nos conocía de nada!

Como tabernero, servía un vino peleón que más parecía una triaca de dudosa calidad, y cuando alguien le decía: “Pancho, carallo, este viño está picado!”, él le contestaba sin más: “Si, xa o veño notando fai tempo, pero hai que tragalo, hasta que se acabe o pipote!”. Esta genial frase aún es pronunciada hoy por los vecinos del contorno, imitando el siseo del personaje. 

Haber encajado a Leopoldo a este artículo es porque no dejó de ser un célebre peculiar personaje en aquellos tiempos; un referente entre A Ponte y Canedo, por sus genialidades y trato con sus clientes, así como por el derroche de humanidad que transmitía. Sea pues también un entrañable gesto de simpatía hacia lo que supuso este modelo de establecimientos que desempeñaron una importante labor social y de desarrollo familiar de nuestra urbe en el siglo pasado.

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