Opinión

Alberto

Mi mejor amigo de niño en Ourense se llamaba Alberto. Nos perdimos la pista en 1971, cuando ambos dejamos el colegio Curros Enríquez y nos fuimos cada uno por su lado. 

Mucho después, en 2012, yo escribí un libro que se titula “Príncipes de Tabagón”, unas memorias de infancia. El título remite por una parte al pueblo de mi padre, Tabagón (O Rosal, Pontevedra), donde a caballo con Ourense pasé mis primeros años; y por otra a amigos, parientes y conocidos que fueron importantes para mí en ese tiempo. 

Lo que sigue es un fragmento de un capítulo de dicho libro en el que yo hablaba de Alberto en aquellos años sesenta en que él fue, así lo recuerdo con claridad, uno de esos príncipes.

“Un día llevé a Las Lagunas a mi mejor amigo del cole, Alberto Ferrer. Y le presenté a mis colegas de allí, la mayoría chicos desarrapados. Aunque algunos tenían una familia normal como era mi caso, otros eran gitanillos que vivían malamente en las chabolas de los alrededores. Enseguida formamos dos grupos y jugamos a una guerra de asaltos entre los arbustos y las peladas y sucias lomas del terreno, armados de unos pobres palos, piedras, y arcos y flechas hechos por nosotros mismos. Para mí era un juego habitual, pero me di cuenta de que Alberto no había hecho aquello nunca. Estaba arrebatado de emoción: ‘¡Tomemos aquella posición, muchachos!’, gritaba. ‘¡Adelante por la izquierda!’. ‘¡Vosotros dos, disparad allí!’, y cosas así, exaltado y encendido como si verdaderamente estuviera en Iwo Jima.

”Lo entendí todo la primera vez que me invitó a su casa. Yo entraba y salía libremente de la mía aun desde muy pequeño, y andaba solo por la calle a mi aire, era un niño un poco salvaje e independiente. Pero Alberto no. Su casa, con un jardín interior en pleno centro de Ourense –el edificio entero pertenecía a su familia–, estaba cerrada a cal y canto como una fortaleza bien guardada. La puerta era enrejada y traspasarla exigía primero que la asistenta de Alberto, una especie de bulldog bien entrenado, bajara al portal y te examinara a través de la reja durante un buen rato, sopesando si entrabas allí a jugar con Alberto o a robar. Después te sometía a un interrogatorio bastante duro, como si tú fueras un pobre colombiano que no habla inglés y ella una policía de aduanas del aeropuerto Kennedy que sospecha que pretendes introducir cocaína en los Estados Unidos. Por fin, con suerte, abría la puerta con la llave que hasta entonces había exhibido en su mano insultantemente y te dejaba entrar con un gesto de fastidio y displicencia. Alberto entretanto esperaba detrás de ella pacientemente sin abrir la boca. 

”Yo adoraba a Alberto como se adoran los niños a los diez años, pero me daba cuenta de que aunque a través de aquella gruesa reja de hierro su asistenta me trataba a mí como si yo fuera un delincuente, en realidad el preso era él. Yo era un niño pobre y él era un niño rico. ¿O era al revés? O quizá los dos fuéramos ricos ¿quién sabe? Alberto fue mi mejor amigo desde los tres o cuatro años –nos conocíamos del Parque de San Lázaro a donde nos llevaban nuestras respectivas madres cuando aun éramos bebés– hasta los once en que él se fue a los Salesianos y yo a los Maristas. Durante años recorrimos nuestras vidas inseparablemente abrazados como hermanos siameses, como si fuéramos uno solo en lugar de dos. 

”En su casa había tesoros increíbles. Su padre, gobernador civil y presidente de la Diputación –creo que uno de los últimos honrados que hubo en España– era un amante del cómic y de la literatura juvenil y tenía una pequeña habitación-biblioteca llena de maravillas que tuve la suerte de conocer entonces. Allí leí Astérix, Spirou y Fantasio, Tarzán (el de Burroughs y el de Hogarth), Conan el Bárbaro (las novelas) y, lo mejor de todo: las colecciones completas de Flash Gordon y el Príncipe Valiente de Harold Foster. Estas estaban junto con otras joyas de categoría similar en una vitrina cerrada con llave. Cuando queríamos leerlos se lo pedíamos a su padre. Y entonces David Ferrer, aquel señor serio y respetable siempre vestido de traje y corbata, sacaba el llavero del bolsillo con la llave de la vitrina, la abría y con una sonrisa nos dejaba allí con la puerta de cristal abierta de par en par y aquellos sueños a nuestro alcance. Y Alberto y yo leíamos los tomos de cómics en silencio, juntos, como si estuviéramos en una iglesia, o como si lo que teníamos entre las manos fueran incunables. Tal vez lo fueran, pues con la misma devoción con que pasábamos las páginas los devolvíamos con delicadeza a su sitio... para coger a continuación el tomo siguiente”.

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