Opinión

El DART

No sé si me asombra más que la misión DART de la Nasa haya podido acertar en el asteroide Dimorphos, o me consuela que haya conseguido desviar su órbita quince metros, aproximadamente lo que mide mi casa de largo. Ya puedo estar tranquilo. Si me impacta un asteroide me destrozará la mitad del salón, pero nada más. Después ya se encargará el seguro.

Vale. No me burlo. Esas misiones científicas incomprensibles para los de a pie son importantísimas. Si no fuera por ellas y la imaginación de los que las llevan a cabo no hubiéramos llegado a América, ni a la Luna, ni a Marte. Un día llegaremos a Alfa Centauro, y entonces plantaremos allí un monolito conmemorativo en honor a los chiflados científicos anónimos que participaron en todo eso desde el principio.

Federico García Lorca soñaba así en Nueva York: “Debajo de las multiplicaciones hay una gota de sangre de pato”. Hoy los que sueñan son los científicos, los técnicos, los ingenieros embebidos en sus estudios, ecuaciones y máquinas de fantasía como si el mundo les quedara pequeño. Quizá ellos sean los nuevos poetas.

A finales de los ochenta en Madrid me contrataron como director creativo de la ya desaparecida Galerías Preciados. Yo tenía solo veintitantos años. El primer día que fui al trabajo, las oficinas de Galerías estaban en Tres Cantos a unos kilómetros de Plaza de Castilla, mi jefe, Terron Schaeffer, un genio que había sido director de marketing de Bloomingdale’s (NY), de Harrods (Londres), y de Chanel Europa entre otras cosas maravillosas, me llevó a mi despacho para enseñármelo. 

Aluciné. Yo era un chaval. Aquel despacho con unos enormes ventanales medía unos ochenta metros cuadrados. Tenía un par de mesas con ordenadores, de los primeros Macs, y un gran sofá con su mesita baja y sillones. Yo no había visto nada como aquello salvo en películas americanas. Y nunca hubiera podido imaginar que yo tendría un sitio así. Me quedé boquiabierto.

Terry se dio cuenta de mi asombro. Me echó una mano por encima como para tranquilizarme y me dijo (él es neoyorquino). “¿Qué pasa Víctor? Ya sabes... dale a un hombre un despacho grande y pensará a lo grande. ¡Hala, a trabajar!” Y me dejó allí.

En los cuatro años siguientes ganamos todos los premios nacionales e internacionales de publicidad que se puedan imaginar. Aun hoy, treinta años después, ninguna empresa española tiene ese currículum de premios. No fue solo cosa mía claro, sino de un gran equipo. Pero sé que aquel despacho gigante y la frase de Terry tuvieron mucho que ver con eso: Dale a un hombre un despacho grande y pensará a lo grande. 

Pues es lo que tenemos que hacer con los científicos, darles medios y un despacho grande para que sueñen.

Dimorphos mide ciento y pico metros y está a once millones de kilómetros de la Tierra. Solo a un poeta loco se le pudo ocurrir que daría en el blanco en esas condiciones.

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