Opinión

Manolo Figueiras


Revisando recientemente un libro que escribí hace años y se titula “Príncipes de Tabagón” pensé esto:

Ese libro mío habla de Tabagón (Pontevedra) el pueblo de mi padre. Es una colección de retratos literarios de mi infancia, de personas, animales e incluso cosas de cuando yo era niño. Básicamente lo que se llama en literatura unas “memorias de infancia”.

A mí me encanta ese género. Siempre he pensado que a pesar de que en lengua española tenemos una de las primeras y mejores memorias de infancia del mundo como es “El Lazarillo de Tormes”, después no hemos escrito muchas más. Tal vez “Alfanhui”, “Caperucita en Manhattan” aunque esas sean novelas, y alguna otra que andará por ahí. En Galicia tenemos “Memorias dun neno labrego”, una preciosidad, pero casi es la única y en general tanto en gallego como en castellano la lista es muy corta.

En cambio la literatura anglosajona es un vergel de memorias de infancia que parecen florecer allí, no sé si en un terreno bien abonado para eso, como champiñones. “La casa de la pradera” de Laura Ingalls, “Boy, relatos de infancia” de Roalh Dahl, hasta “David Copperfield”, “Oliver Twist” o “Matilda”, podrían considerarse memorias de infancia. ¿Y qué decir de “Mi familia y otros animales” de Gerald Durrell?, o sus otros libros de Corfú en los que el autor inglés nos cuenta su mágica o soñada niñez en aquella Grecia de cangrejos, mar, nubes y sol azul que vivió de crío.

He paseado mi libro “Príncipes de Tabagón” por un montón de editoriales de España y Galicia sin éxito. Y hace tiempo que me rendí. No digo que sea una maravilla como los que cité antes, pero sí pensé siempre que estaba lo bastante bien como para ocupar algún nicho, el que fuera, quizás en la literatura gallega aunque el original esté escrito en castellano. Un nicho, el de “memorias de infancia” a fin de cuentas bastante vacío en nuestras lenguas.

Pero mi artículo no iba de esto, perdonen ustedes, sino de Manolo Figueiras, un amigo y fabuloso pintor del que tengo un cuadro enorme en la pared de mi salón.

Mis padres y la madre de Manolo eran íntimos amigos. Cuando Manolo y yo teníamos catorce años o así su madre le pidió que pintara un retrato de mi padre para regalárselo. Y Manolo, que ya era un artista-niño genial entonces, apareció un día por la tienda de mi padre. 

– ¡Vaya, Manolo! ¿Qué haces por aquí? –le dijo mi padre al verlo.

– Nada, señor Custodio (todo el mundo llamaba señor Custodio a mi padre), solo entré a saludar.

– ¿Cómo está tu madre?

– Bien, señor Custodio, gracias.

Y se fue.

Manolo, aquel chaval, había entrado en la tienda solo a echarle un vistazo a mi padre para recordar su cara. Después pintó de memoria un retrato al óleo suyo perfecto que mi madre tiene enmarcado en su casa de Ourense. Un retrato precioso.

¿La infancia es mentira? Yo creo que no.

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