Opinión

Antes sainete, ahora cuestión de Estado

A quí estamos de nuevo tras el aprovechado parón estival. Mentiría si les dijese que uno no se levantó ayer 1 de septiembre con cierta sensación de pereza matinal, como si los músculos estuviesen desengrasados y las neuronas trabajasen tan solo a bajas revoluciones. Cierto, como también lo es que el ritmo de crucero no se suele alcanzar el primer día de trabajo; pero de ahí a hablar de síndrome postvacacional o de hacer de ese trance un drama irresoluble va un mundo, y resulta exagerado e indecente. No comparto esa actitud autocompasiva de los que, ya el primer día tras las vacaciones, se conducen como un alma en pena («esto es horrible»), o la irascible del que ya se reincorpora absolutamente cabreado («puto trabajo»). Y es que no hay vacaciones sin trabajo previo, y este último, pese a los cantos de sirena que oigan (y que oirán mucho más por estos lares en breve), sigue siendo un producto de lujo en España. Pregúntenle si no a las decenas de miles de camareros que el 31 de agosto recibieron el finiquito, la palmadita en la espalda («gracias chavalote, pásate el año que viene por este chiringo, a ver si tengo un curro para ti»), con la única perspectiva de cobrar un mes de prestación de desempleo a razón de 18 euros al día. Eso con suerte. Así que dejemos de hablar de síndrome ni estrés postvacacional, y demos gracias al destino, a la suerte y al propio esfuerzo por tener la posibilidad de cabrearse un día cualquiera de trabajo.

Además, esta vuelta a la rutina laboral se nos ha hecho mucho más amena gracias a la bullente, excitante actualidad política. Y es que la incertidumbre sobre si el 31 de agosto Mariano Rajoy iría a conseguir esos 176 apoyos de diputados que le permitirían ser investido presidente era total, pues ningún grupo parlamentario iba al hemiciclo con su sentido del voto decidido antes de tragarse el discurso del día 30 por la tarde. Eso al menos debió de pensar Rajoy en esta ocasión, pues mucho, muchísimo criticó a Pedro Sánchez cuando, tras las elecciones de diciembre del 2015, éste decidió presentarse a la investidura contando tan sólo con los apoyos de PSOE y Ciudadanos (tras haber rehusado Rajoy, no lo olvidemos, la «invitación» del rey para intentar formar gobierno tras haber sido el PP la lista más votada). Entonces todo aquello fue tachado de vodevil, sainete y chanza por el no-candidato Rajoy, pues estaba clara la falta de apoyo parlamentario de la propuesta socialista. Y hubo nuevas elecciones, no por razón del voto negativo de ningún grupo en concreto, ¡quia!, sino por no haber alcanzado el (único) candidato a presidente la mayoría simple en segunda votación. ¡De quién habrá sido la culpa! 

Y hete aquí que lo que antes era sainete, choteo y tomadura de pelo al personal, ahora se ha convertido por gracia de Don Tancredo en suma cuestión de Estado. El escenario es parecido,  pues el candidato se ha presentado a la investidura sin asegurarse de antemano los apoyos necesarios. Y nadie en su sano juicio puede pensar que, si el PP  no consiguió el respaldo de otros grupos en las semanas previas a la investidura, lo fuera a conseguir tras tragarse todos ellos horas de discurso monocorde desde la tribuna. Pueden decir algunos que Rajoy es el legitimado para someterse a la investidura, en cuanto candidato del partido más votado. Mas, ¿no lo fue también en diciembre de 2015? Entonces prefirió esperar a que otros se la pegasen para presentarse en las nuevas elecciones como el único ser capaz de asegurar la estabilidad de este país. Estabilidad que no ha logrado hasta ahora, no por su culpa, ¡Virgen Santa!, sino por la irresponsabilidad irredenta del sr. Sánchez, que ha tenido la indecencia de decirle al PP  que no. Y es que la culpa, ya se sabe, nunca es, ni será, de Rajoy.

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