Opinión

El caso es que a ella la han pillado

Con ocasión del escándalo surgido tras saberse (tras sospecharse fundadamente a la vista de pruebas irrefutables, incluida la burda falsificación de firmas en documento oficial, ¿mejor así?) que la Sra. Cifuentes no ostenta el Máster impartido por la Universidad Rey Juan Carlos I (URJC) del que presumía, y pasadas ya las iniciales y furibundas críticas a su proceder, críticas que fueron en aumento al observar cómo la susodicha se enrocaba en la mentira, que crecía y crecía a medida que se parapetaba tras unos «pobres» profesores universitarios, cuyos rostros pedían a gritos «tierra trágame» en la inicial rueda de prensa —luego ya vino el «sálvese quien pueda», el «me obligaron a reconstruir un acta, que yo no quería» y demás zarandajas—, podemos ahora sacar algunas lecciones de lo ocurrido que, lejos de ser una mera anécdota, parece más común de lo que sería deseable, sobre todo entre notables o que pretenden serlo. La primera lección es que la mitificación de esos másteres (o cursos postgrado, o como narices se llame ahora todo eso) no tiene justificación, pues parece que nada prueban sobre la amplitud de conocimientos que haya alcanzado quien blasona tal título. Que de 22 asignaturas te convaliden 18, antes siquiera de empezar, gracias a tu licenciatura, y las otras cuatro las puedas aprobar desde tu casa, o que directamente te regalen el título por tener este o aquel amigo entre el claustro, nada dice sobre el esfuerzo intelectual necesario para acceder a tal Máster; la segunda lección tiene que ver con el chiringuito millonario que algunas universidades han montado alrededor de estos cursos ofertados para los licenciados, muchos de los cuales han de hacer grandes esfuerzos para afrontar sus elevados precios para que después vean cómo se pone en entredicho la valía de esos diplomas al comprobar que se expiden, se escupen cual churrera los churros en una verbena de verano. ¿Qué clase de sistema de enseñanza tenemos en nuestro país, que permite estas trampas, burlándose del esfuerzo de tantos alumnos huérfanos de padrinos acomodados, que se han de partir los codos y fundir los ahorros de sus padres para lograr esos postgrados? ¿Cómo es posible que esto pase en la universidad pública (la URJC lo es) que, precisamente, ha de velar por la salvaguarda del mérito y la igualdad de oportunidades? Los fallos en los controles administrativos hacen sospechar que algunos rectorados no son sino un cortijo a merced del capricho de los gobernantes de turno, sean del color que sean.

La tercera lección a extraer del «asunto Cifuentes» es que, lejos de ser un ejemplo aislado, ha sacado a la luz otros muchos que ahora se van conociendo, políticos que inflan, exageran o directamente mienten en sus currículos, arrogándose licenciaturas, Másteres o postgrado que, o no han terminado, o nunca cursaron. Lo que nos lleva a concluir que el caso de Cristina Cifuentes es un poco el caso de todos, de unos personajillos que pululan en la clase política, por lo general mediocre, engordando sobre el papel (que todo lo soporta) una formación que no tienen para esconder su escasa talla intelectual. Y es que, realmente, la única diferencia es que a ella la han pillado (sí, te han pillado Cristina), y solo su terquedad en negar lo evidente, su huida suicida hacia adelante y las continuas mentiras que vinieron después convirtieron su inicial «desajuste curricular» en un verdadero escándalo. 

Si desde un principio hubiese admitido su error (muy común, ya lo hemos visto) la cosa seguramente no habría ido mucho más allá. Y es que al pueblo llano no le molestó tanto que se vistiera con un Máser, por lo demás, inexistente como que, como el rey desnudo,  pretendiera que la vitoreásemos y le dijésemos que le quedaba muy bien. Hasta ahí podríamos llegar.

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