Opinión

Duelo en la calle Concejo (De reciente estreno)

Al Departamento de Infraestructuras del Concello de Ourense:

Buenos días, soy Ramiro, conductor de autobuses urbanos de Ourense; hago diariamente la línea que va desde el barrio de O Couto hasta A Rabaza. Mi itinerario me obliga a subir por la calle Concejo, que ustedes acaban de abrir de nuevo al tráfico tras seis meses de obras, seis, para cambiar el firme de sus 400 m. de longitud. Más de medio millón de euros de coste. ¡Qué huevos, oiga!, perdónenme la expresión. Le relato la experiencia vivida ayer, que mucho me temo no será la última. Podríamos llamarlo “Diario de a bordo de un autobusero pasmado”. Día 1: Tras rodear la plaza Concepción Arenal, y a la vista de la gran estrechez de la boca de entrada a la calle Concejo, debo abrirme en plan Ayrton Senna hacia la izquierda, para luego embocar con el autobús prácticamente recto la cuesta empinada, no sin antes observar cómo casi se enreda en la rueda trasera la correa de un caniche de una viejecita que esperaba en el semáforo, con el can husmeando a la vera de la acera. Que ya me imaginaba al chucho golpeando ¡zas, zas! contra el parabrisas, y a mí con un ataque de nervios, pues ya no estoy para estos trotes con mis sesenta tacos. Sigo. En esto que voy subiendo y a la izquierda, en batería, en una de las plazas de aparcamiento recién pintadas de azul, veo un Audi A4 rojo reluciente, y a su conductor saliendo de él. Acaba de aparcar. En décimas de segundo pienso: «Yo por ahí no paso. Fijo que no quepo». Cálculo de conductor experimentado. El tipo debió de pensar algo parecido, pues en lugar de seguir caminando calle arriba se me quedó mirando fijamente a lo Clint Eastwood, pitillo en boca, y yo a él en plan John Wayne, impertérrito, volante en mano. Su mirada decía: «No tendrás los santos C… de intentarlo». La mía replicaba: «Quita esa mierda o me la llevo por delante». He de decir que los viandantes olían ya la sangre, pues eran muchos los que se empezaban a agolpar en rededor de la escena para ver el desenlace. Y atisbé de reojo que desde el Colegio de Abogados, ubicado a escasos metros, alguien hacía fotos, quién sabe si para preparar la prueba procesal o para gran choteo postrero en la red social. Mala baba que tienen los abogados, de verdad.

El caso es que, yo qué sé, me vine arriba (me motivé, como dice ahora mi nieto) y apreté un poco el acelerador hasta que el morro del bus se puso a medio metro del culo del Audi. «No pasa ni de coña», leo en los labios de uno de la acera. El dueño del coche tira el pitillo al suelo y se me acerca arremangándose la camisa. «Ya se ha liado gorda», suelta otro. Pero nadie contaba con mi destreza, y justo antes del choque giré el volante lo mínimo para subirme un poco a la acera derecha y así esquivar al Audi. Le regalé una sonrisa de superioridad a su dueño, pero mi triunfo duró poco, pues empecé a oír golpes ¡zas, zas, zas! muy cerca, y gritos de horror. Pasó que, al subirme a la acera, la correa del caniche se enredó en la rueda delantera, y con el movimiento giratorio salió catapultado contra el retrovisor derecho, que aparecía ahora con una recubierta de capa gruesa de lana rizada. Entonces todo sucedió muy deprisa: una ambulancia se llevó a la viejecita, víctima de un ataque de pánico; los bomberos trataban de excarcelar al perro de entre los amasijos del retrovisor; y un agente de la Policía Local, sobrepasado por la situación, al tiempo que me tomaba declaración por lo del animal, procedía a la detención del dueño del Audi por resistencia a la autoridad, pues se negaba en rotundo a que la grúa municipal retirara su vehículo pese a estar bien aparcado y con el ticket de la ORA en regla. Todo muy triste, la verdad.

Acabo: cuando me den el alta y me reincorpore al trabajo, seguiré informándole de las peripecias de la recién estrenada rúa Concejo. Atentamente. Ramiro.
 

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