Opinión

El corredor del terror

El final del verano se acerca, y un año más he vencido a la tentación de conocer IKEA, peligro que me acecha siempre por estas fechas. Pensándolo bien, digo mal al hablar de tentación; ésta implica en sí misma un deseo prohibido ante el que uno muchas veces sucumbe sin remedio. Y yo no deseo acudir a ese demoníaco lugar. Diré mejor que he resistido heroico las fuerzas centrípetas y centrífugas que me querían arrastrar hacia ese sitio. Hay mucha gente que me dice que ha ido y que les ha gustado; yo los miro de arriba a abajo, y pienso que han sobrevivido, que tienen todas sus extremidades intactas y la cabeza aparentemente sujeta por el cuello al resto del cuerpo. No sé cómo lo hacen, cómo regresan al mundo tras esa aventura y se conservan indemnes. Me dicen -insisten recalcitrantes- que lo intente, que supere mi fobia atroz; que hable, si eso, con un terapeuta para que me ayude en el trance, pues merece la pena, aseguran, perderse por esos caminos de un solo sentido, aunque sea atiborrado de Orfidal o Trankimazin. Yo creo que no, que la salud siempre es lo primero y que, además, si voy drogado hasta las cejas seré incapaz de tomar nota de los miles de productos que, al parecer, hay que apuntar en una libreta a medida que vas pasando por un pasillo en fila india. He tenido pesadillas en las que aparezco vestido con un mono naranja modelo Guantánamo y unas argollas alrededor de los tobillos que sujetaban cadenas que me unían al tipo que caminaba delante de mí. Avanzábamos como autómatas por un corredor, flanqueados, no por guardias con fusiles, sino por cocinas, sillas, papeleras, camas, ceniceros, lámparas, perchas, ollas, platos, vasos, albóndigas, fundas de camas, de sillas, de sofás, de almohadas…, creo que vi también fundas de albóndigas… Me desperté sobresaltado gritando clemencia o revisión de la pena. Y respiré al observar que mi pijama no era de color naranja. Qué horror de noche.

Un día estuve a punto, a esto -estoy juntando muchísimo el dedo pulgar e índice- de entrar; fue en A Coruña, en el centro comercial Marineda City. Allá fui a parar de casualidad, pese a mi fobia incurable a las grandes superficies. El caso es que allí estaba delante de mí, desafiante, el flamante rótulo de IKEA presidiendo la entrada que engullía a la gente sin parar. Mi primer temor fue pensar en dónde se metía toda esa peña si no podía dar la vuelta. ¿Los ocultarían en fundas o en vainas pegajosas, como en esas películas de ciencia ficción? Descarté, no sin esfuerzo, esa idea tan absurda (es lo que tiene estar aterrorizado, construyes imposibles que domeñan la propia voluntad) y atravesé el umbral. A escasos metros estaba el torno de entrada. Me sentía igual que esa actriz que, en las películas de terror, estando sola en casa baja las escaleras que llevan al sótano al oír un ruido extraño, pese a que la prudencia aconseja en tales casos salir de casa y pedir auxilio. ¡Te va a matar! ¡Te va a matar! ¡No bajes, incauta! Y yo, como la protagonista, me dirigía fatalmente a la entrada, sabiendo que del otro lado me esperaba el corredor del terror, y quién sabe qué tribulaciones más por entre esos monstruos domésticos.

Y entonces, qué sé yo, fue un instante de rara lucidez, una décima de segundo que bastó para que recobrase mi entereza de espíritu, tomase las riendas de mi ser y diese un par de pasos atrás, rehuyendo entrar. ¿Qué haces?, me preguntó uno a mi lado, extrañado de ese cambio de parecer. Estuve a punto de contestarle, pero entonces me pareció ver surgir de entre sus omóplatos unas membranas pegajosas y que me miraba con ojos llenos de sangre. Y huí de ese lugar.

Pero ocurre que cada año que pasa, uno es más bicho raro por no conocer todavía esa república llamada IKEA. 

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