Opinión

Expertos en todo y nada

Hoy no eres nadie si no tienes un perfil en las redes sociales. Parecerás un mindungui. La fama, la notoriedad, o sencillamente el mero conocimiento de tu existencia por parte de los otros, más allá de tu círculo más próximo, depende de tu incursión en aquéllas. La trascendencia de esos espacios virtuales de concurrencia multitudinaria y de debates, chismorreos, informaciones más o menos contrastadas, también de calumnias, insultos, ataques, bulos y exaltaciones exacerbadas del ánimo está fuera de toda duda. En el siglo XXI los ascetas no se retiran a las cuevas de las montañas desérticas a meditar; los actuales eremitas son los que reniegan de pulular por toda red social, y así consiguen su anhelada paz interior. Hace poco alguien cercano me comentaba, con un deje de maravillosa ingenuidad, que iba a borrar su perfil de Facebook porque estaba sorprendido, aterrado de lo que por allí se cocía. «Amigo —le dije—, ¿qué esperabas? Aquí está lo mejor y lo peor de cada casa; pronto aprenderás a distinguir el cotilleo de la verdad, el rigor de la frivolidad. Y no te equivoques, la red social es neutra, no tiene alma ni conciencia. Somos nosotros quienes, como usuarios, convertimos aquélla en vil o celestial». Creo, no obstante, que no le convencí.

Porque hay de todo en la viña del señor. Es normal que cualquier profesional de la comunicación que se precie tenga abierta una cuenta en Facebook o Twitter, y lo sigan cientos de miles de usuarios, atentos a lo que pueda comentar sobre la rabiosa actualidad; también las grandes empresas y editoras cuentan con perfiles corporativos en las redes de internet. Pero ocurre que en ese prado también pacen curiosos especímenes, que ni por asomo podían imaginarse hace años que llegarían a gozar de un altavoz de tanto alcance y tan alta fidelidad. Internet ha convertido, de la noche a la  mañana, a millones de personas en abogados, periodistas, historiadores, sociólogos, politólogos y en lo que ahora se llama creadores de opinión (ahí están los blogueros, influencers, youtubers y demás curiosa ralea). Y basta con que ocurra un suceso extraordinario, con su justa dosis de morbo, drama o rareza, para que los ánimos se  exalten de tal manera entre los feisbuqueros y tuiteros, que se lancen furibundos al ataque, y tecleen y escupan frases al alimón, como lo hace el soldado que aprieta el gatillo desde la barricada al grito de abran fuego a discreción. 

El caso de Juana Rivas, por ejemplo, sacó a colación a un ejército de expertos en derecho de familia, amigables componedores, qué digo, enmendadores de decisiones judiciales, aunque no hubiesen leído antes ni una sola página de un manual de Derecho. Eso da igual, la frivolidad impera y el rigor escasea. Unos terroristas armaron hace pocos días la de Dios (o la de Alá) y dejaron un reguero de cadáveres en Barcelona, y la solución imperante era matar a tiros a los que llegaron (y siguen llegando) desesperados en pateras, mientras a la vuelta de la esquina permitimos que se levante otra mezquita desde cuyo alminar el muecín  llama cada día a la oración  suní. ¡A la reconquista!, gritaron algunos, a los que les hirvió la sangre goda de repente. Y a otros, en fin, les ha calado tan hondo en la redes y escuelas eso de que Cataluña está invadida, oprimida y maniatada por el Estado español, que propalan por internet una nueva Historia, su Historia, y se inventan románticos derechos, como el que llaman «derecho a decidir», cuyo único mérito ha sido, mire usted por dónde, unir en la algarabía catalana, a los anticapitalistas de la CUP, a la derecha amante del bon vivant de los cachorros del clan Puyol, y a la izquierda republicana. Orgía de conveniencia. Bueno…, para algo ha de servir la red virtual. 

Te puede interesar