Opinión

Gracejo ministerial

El cargo de ministro de Interior no debe de ser un plato de exquisito gusto. Desde luego, aparentemente, no es la cartera más apetecible para quien ansíe formar parte del Gobierno nacional, pues a las dificultades innatas a todo cargo ministerial se le unen otras que tienen que ver con las particularidades de ese puesto, desde el que se ejercen facultades tan sensibles y suspicaces de traspasar límites peligrosos como son las que tienen que ver con la seguridad ciudadana, la salvaguarda de los derechos fundamentales —donde a veces pugnan entre sí la libertad individual y la seguridad colectiva—, el ejercicio del mando sobre las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, la coordinación de la política de circulación y seguridad vial, o lo relativo a la política de inmigración, extranjería o derecho de asilo, por citar algunas de las funciones más importantes que se ejercen desde tal ministerio. 

Y si hacemos un ejercicio de memoria y recordamos los ministros de Interior que tuvimos desde los albores de la democracia, observaremos que muchos de ellos sufrieron su particular vía crucis que marcaría en negro su currículo: ahí tenemos a Rosón (UCD) y su «Caso Almería»; a Corcuera (PSOE) y su ley de la «patada en la puerta»; a Barrionuevo (PSOE), a quien le estalló en plena cara el vergonzoso asunto GAL; a Ángel Acebes (PP) y su maliciosa y tramposa gestión del atentado del 11-M; a Jorge Fernández Díaz (PP) con su «ley mordaza» y el inhumano «Caso Tarajal»…, por citar solo alguno de los ejemplos más recordados por la memoria colectiva. Lo que significa que la designación de alguien para ejercer ese cargo es, más que un reconocimiento personal (que también), una penitencia que hay que pasar en aras de una fidelidad sin fisuras al presidente que te ha nombrado. 
Por otro lado, no todo el mundo vale para ese cargo, pues no solo se presupone una formación intelectual exigible a todo miembro del gobierno, sino una pasta especial para la regencia de intereses tan sensibles como los que se manejan en ese departamento.

Tenemos un ministro de Interior al que le parece que le viene grande el puesto; un personaje que ha tenido la suerte de no tener que lidiar con la lacra del terrorismo (por fin erradicado) y que, no obstante, a las primeas de cambio, al mínimo sobresalto de su repanchingada gestión mete la pata hasta el fondo. El cachondeo del barco piolín atracado en el puerto de Barcelona pasará a los anales y cuadernos de bitácora (¡quién habrá convencido a Zoido de que la gravedad del asunto catalán merecía fletar ese mercante caricaturizado!); luego vino su nefasta gestión de la crisis de la nevada que pilló por sorpresa a miles de usuarios de la autopista AP-6 (acuérdense del kit de emergencia que nos recomendó la DGT para llevar en el coche); y la última de este simplón ministro ha sido el «asuntillo» de haberse gastado su departamento 670.000 euros desde el año 2014 en alimentación en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Fuerteventura, que lleva vacío desde el 2011, "por previsión". Puro escándalo. Con el gracejo que le caracteriza se ha defendido diciendo que sí, bueno, en ese CIE no hay nadie pero, ¡oiga!, no está cerrado, ¡eh!, sino «en desuso», e imagínese usted que, de repente, a una horda de negros subsaharianos se le da por echarse al mar en pateras rumbo a Fuerteventura y nos pilla con las neveras vacías. ¡Hay que ser precavidos! Les juro que esto vino a decir, ante la incredulidad de los senadores.

Estamos tan acostumbrados a las cifras multimillonarias que se conocen en los casos de corrupción, que esos 670.000 euros son bagatela. Eso debe de haber pensado Juan Ignacio Zoido para justificar de tal guisa ese despilfarro de dinero público Así que, ¡hala!, no perdamos el tiempo en minucias y siga con su gestión, ministro.

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