Opinión

Grupos

Abandonar o no el grupo. He aquí el dilema al que se enfrenta una gran parte de la población. Abandonar, dejar el grupo, convertirse en un anacoreta, en un ser extraño, hosco, antipático. Aislarse de todo y de todos, de tu familia, de tus amigos, de tus compañeros de trabajo, y de esos coros cachondos de fin de semana. Abandonar es tomar el camino oscuro que quizás ya no tenga retorno. Quien se va que se atenga a las consecuencias, podrán pensar los jefes del grupo. ¡Cómo se le ocurre marcharse! Borrarse es autoexcluirse de esa retahíla de chascarrillos, chistes, memes, links, avisos, consejos, fotos, audios y videos que se comparten por la camada, en curiosa comuna hippie. Salir del grupo es una afrenta al personal, y también una crítica velada al liderazgo del jefe, que no supo fidelizar al desertor.

«Me marcho porque no os aguanto», «me voy porque me aburro en este sitio», parece inferirse del acto de abandono. Y cuando llega tu renuncia a conocimiento de los otros miembros, la actividad se vuelve frenética. «¿Qué habrá pasado? —se preguntan— ¿Habré dicho algo que le ha molestado?» Todos repasan entonces concienzudamente el contenido de las alegaciones vertidas desde que el grupo echó a andar. Y el administrador de la entidad, que ha de velar por el bienestar del grupo y por conservar su atractivo inicial; aquél en cuyas manos está el aceptar o no nuevas ocios en la entidad, dibuja un rictus de desprecio en su rostro y piensa: «Está bien, vete si quieres, pero no me pidas nunca volver a entrar». Y es que, sépanlo desde ya, una de las decisiones más trascendentes que pueden tomar hoy en día es, ya se lo imaginan, abandonar un grupo de whatsapp.

El grupo de tus amigos es el menos dañino para la salud. Ahí se supone que todo es alegría, chanza y buen humor; eso es así hasta que un día te das cuenta de que unos cuantos han creado un subgrupo, llamémosle el de los separatistas, para compartir en petit comité comentarios no aptos para el resto. Y entonces comienzan las suspicacias y recelos, y como no quieres ser menos, te descubres promoviendo o instigando grupúsculos entre los discriminados. De modo que en un principio lo que fue un coro uniforme y alegre se convierte en un batiburrillo de camarillas harto estresante, que salta por los aires cuando uno se equivoca al mandar un comentario al grupo equivocado, y entonces se forma la de dios es cristo. Ese es el momento de abandonar el grupo.

Luego está el grupo de la familia, propia o política. Ahí hay que andar con ojo porque hay sensibilidades para todos los gustos. Cabe la posibilidad de que acabes el día desquiciado de tanto pitido en el móvil; optas entonces por silenciarlo, con lo que te pierdes la visión de cientos de videos y fotos que se suben ahí en un tris, que se quedan sin tu agradable comentario. Quedas así como un huraño malavenido con la parienta, la suegra o el cuñado. Y ya se ha liado otra vez.

¡Ah!, pero lo mejor son esos grupos de whatsapp ente padres y madres de niños de primaria. El profesor o entrenador, con toda buena voluntad, crea y agrega al grupo a los progenitores, con el único fin de informar de horarios y tareas. Asepsia total, se supone. Pero el daño ya está hecho: surge ése que a las doce de la noche quiere saber si hay deberes para mañana. Y te cagas en la Hilaria; o surge la que aprovecha el grupo para mandar publicidad de la tienda de ropa on line que su prima montó hace unos días. Monísima; y surge el que, como no se ha leído el mensaje del entrenador, que dijo que el fin de semana los chavales descansaban, pregunta una y otra vez a qué hora es el partido. Para mayor desesperación de la peña. 

Rehuimos el contacto y el abrazo, pero cada vez estamos en más grupos de whatsapp. Curiosa contradicción.

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