Opinión

LECCIONES

Aveces se necesita un empujón de ánimo, un chute de euforia contenida que rompa con el derrotismo que te conduce por una senda vertiginosamente descendente. Puede ser un apretón de manos, una palmada en la espalda, una sonrisa regalada con ternura por alguien que te aprecia, o un 'tú puedes' dicho con el corazón. El miedo paralizante siempre es subjetivo, y como el pánico o el vértigo nacen del yo más íntimo y no siempre guardan la 'objetiva' proporcionalidad con los resortes externos que los liberan, difícil es dar con soluciones generales o estereotipadas; hoy te ahogas en una vaso de agua que se te antoja insuperable, y mañana te zambulles sin duda en el mar embravecido, domeñando los temores que te paralizaban. Así de lábil e imprevisible es nuestra naturaleza.


Son infinitas las causas que pueden despertar esos temores; los hay que, traspasada la frontera de los cuarenta, y con un pie en los cincuenta, entran en una espiral de incertidumbre, de replanteamiento y evaluación de lo que han hecho hasta ahora, y pierden la brújula en un intento desesperado por recuperar lo que llaman el tiempo perdido. Pero ello provoca un doble problema: la inutilidad del intento, y el desperdicio de los días gastados en vano con esas añoranzas. A estos les traigo ahora una buena noticia. Un reciente estudio de una compañía aseguradora británica señala, tras encuestas solventes y análisis de hábitos, estilos de vida y relaciones con el entorno, que la mediana edad (ni joven ni viejo, ni 'me lo como todo', ni 'yo ya no estoy para estos trotes') ya no se sitúa en los cuarenta años, frontera sicológica difícil de traspasar sin trauma para muchos; ahora ese paso se retrasa hasta los 53 años, mes arriba mes abajo. Y a partir de ahí sí, uno ya no se puede considerar joven, pero no pasa nada, la segunda edad se prolonga hacia un horizonte imperceptible, sea por imposiciones públicas o porque no hay más remedio que seguir dando al tajo hasta el infinito. O sea que tranquilos, los que como el menda estamos a escasos años de los cincuenta somos aún jóvenes, no de botellón ni escarceos amorosos en portales, pero jóvenes al fin y al cabo, con toda una vida por delante, que parece que aún estamos empezando. Aunque a veces el espejo se cachondee de nosotros.


Más allá de estos estudios que no pasan de ser anecdotarios, te encuentras a veces con ejemplos de superación vital que hacen ridículas esas cuitas sobre el paso del tiempo y la angustia por no alcanzar los objetivos marcados. Y entonces te agarras a ellos para convencerte de que la pátina mohosa que cubre el discurrir diario es transformable en solera, en experiencia vital si sabes aprender de los traspiés y revolcones que tachonan tu camino. Personas a las que el destino no les repartió buenas cartas ni contaban con un as en la manga (por no tener no tenían ni manga en la que esconderlo), y sin embargo supieron jugar la partida con la mejor baza que tenían: el propio afán de superación. Hay muchos ejemplos, pero hoy me quedo con la historia de un chaval gaditano de 18 años llamado Alejandro Arévalo Ramos, que padece desarticulación de ambas rodillas, mano izquierda en pinza de cangrejo y mano derecha zamba radial con ausencia de los dedos pulgar, índice y meñique. Tiene reconocido un grado de minusvalía del 84%, y la condición de gran dependiente. Pero también está acabando sus estudios de bachillerato y ha logrado medallas en campeonatos de natación paralímpicos, pese a numerosas trabas y ausencia de ayudas. Es el protagonista de un vídeo del rapero Mowlihawk. Tecleen en Youtube y darán con él. Y después de verlo, espero que sientan pudor por haber tenido alguna vez la tentación de abandonar. Es lección de vida.

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