Opinión

#Metoo

  

Con ocasión del resurgimiento del movimiento #MeToo (traducido al español, Yo También) entre las estrellas del cine norteamericano, y que logró repercusión internacional tras el discurso de la famosa comunicadora  Oprah Winfrey en la gala de entrega de los Globos de Oro, han salido a la luz multitud de casos de abusos sexuales sufridos a manos de todopoderosos miembros de la industria del cine (el productor Harvey Weinstein fue uno de los señalados). Han sido las propias víctimas, actrices en su inmensa mayoría —algún actor también denunció haber sido acosado— las que han relatado su particular y dramática experiencia, el peaje íntimo y vergonzante que a muchas se les exigió y algunas tuvieron que pagar para acceder a un papel en una película o serie bajo la promesa de alcanzar la gloria en la pantalla. Ya sabes, nena, lo que hay que hacer. Esto es lo que hay. Venga, no seas ingenua, cómo crees que llegaron todas a lo más alto. Déjate y verás cómo te gusta. Seguro que éstas y otras frases taladraron sus oídos durante años y años hasta que un día no pudieron más, y como un grito liberador dijeron en voz alta A mí también me pasó, también fui yo víctima de abuso sexual. La violación de la libertad sexual, de por sí repugnante en cualquier circunstancia, alcanza su culmen de asco y cobardía cuando se usa desde una posición dominante en el ámbito laboral, pues el abusador, al tiempo que desprecia la libertad del otro (de ella casi siempre) pone precio al cuerpo ajeno, lo cosifica, convencido de que, en el fondo, su poder es absoluto y todo se le permite. Si te entregas a mí te daré lo que quieras. Las actrices que han salido ahora a denunciar esos ataques fueron cosas a las que alguien un día puso precio y al instante pujó. Preciosos y delicados jarrones chinos.

 Paradójicamente, a ese movimiento #MeToo le ha salido el contrapeso, la crítica proveniente de un grupo de mujeres francesas, entre las que se encuentra la actriz Catherine Deneuve, que han criticado lo que han llamado una campaña de "puritanismo", señalando que "la violación es un crimen, pero el flirteo insistente o torpe no es un delito, ni la caballerosidad una agresión machista". Defienden también la libertad de importunar de los hombres, que consideran, transcribo tal cual, "indispensable para la libertad sexual". Esta última corriente, en  contra de lo que a primera vista pudiera parecer, ha logrado adhesiones entre mujeres en las redes sociales, tal como he podido leer recientemente. La polémica pues, está servida. Y ahora yo, por más que lo intento, no soy capaz (como sí lo son, parece, las defensoras de esa libertad de importunar) de discernir hasta dónde una mujer tiene que soportar esa "libertad" o "derecho" que se le confiere al hombre solo por el hecho de serlo. En qué punto puede la mujer que está siendo importunada por un hombre decirle, oye, hasta aquí he tenido que aguantar tus gilipolleces y proposiciones porque tú eres hombre y yo soy mujer, pero a partir de este punto ya nace mi derecho a no ser molestada más. Cuándo la mujer puede retirarle al hombre la mano que roza sus nalgas como lo más natural en un bus bajo la burda excusa de que va repleto; o si esa rodilla que se pega demasiado al muslo en el asiento debe aceptarla cono parte del elenco de conductas que conforman ese supuesta libertad de importunar. Cuándo la mujer puede dejar al fin de soportar lo que de por sí es insoportable. Uno que es hombre cree firmemente que cederle a una mujer un asiento en un bus no es machismo ni acoso (para mí es una estupidez pensarlo), y que abrirle la puerta para que pase primero no es un síntoma de superioridad masculina. 

La mujer que ha sufrido un acoso sabe distinguir perfectamente entre el  caballero y el baboso, entre el galante y el sobón. A ver si nos enteramos de una vez de qué va el debate.

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