Opinión

No se vaya a enfadar el chaval

H a pasado tanto tiempo desde que los de mi quinta teníamos, más o menos, la edad que tienen los chavales que ahora pueblan los parques y alamedas para hacer su particular botellón? ¿Botellón? ¿Qué carajo y mierda es eso? ¿Éramos, quizás, de aquéllas, menos animados, menos divertidos, menos callejeros? ¿Nos gustaba poco andar de juerga para ver si en una de esas noches gloriosas teníamos éxito y el pibón del lugar nos hacía caso? Y si la respuesta es “No” a todo lo anterior porque ¡qué va, no ha pasado tanto tiempo!, y porque entonces ya salíamos y llegábamos a las tantas, porque no nos quedábamos en casa tecleando la tablet (¿la qué?) ni jugábamos a la «playstation» on line (nos parecería esto ciencia ficción); porque éramos unos contables cojonudos y la escasa paga la estirábamos y llegaba para comprar algunos pitillos sueltos, beber unos cuantos botellines (quintos le llamábamos) hasta coger el puntillo, y ya como postre tomar, quizás, una copa (la última, decíamos, la que algunas veces nos sentaba mal) antes de pensar, en un momento de lucidez, «colega, vale por hoy, mañana será otro día»; si todo ya está inventado y lo único que ha cambiado es que ahora estos imberbes mezclan alcohol de alta graduación con bebidas energéticas que en nuestra época no existían, consiguen la borrachera fácil al tercer chupito de ese veneno, ingerido mientras ensucian y destrozan los jardincillos de un parque, para luego ir de rentas y baboseando el resto de la noche hasta acabar tirado en la acera al lado de la disco de moda con su propia vomitona sus pies… ¿qué sucede actualmente para que ese fenómeno del botellón siga en auge y nadie pueda ponerle coto?


Podríamos elucubrar y andar con mil rodeos para explicar este fenómeno; hasta es posible que concurran varias causas que conformen la necesidad de que adolescentes, algunos menores de edad, se junten en manada en un parque a la intemperie, al que llegan cargados con bolsas de plástico como mendigos en busca de refugio barato, se pongan hasta las cejas a base de ingerir metralla en la gorja en plazo máximo de una hora, destrocen como salvajes papeleras, flores y parterres, meen como perros callejeros por las esquinas y paredes pétreas de edificios monumentales, hasta que la criatura ya no puede más y cae en semiinconsciencia, y deba ser ayudado por otros para que llegue tambaleando a casa, o si la cosa se pone seria tengan que llamar al 061 (servicio pagado por todos) para que se lo lleven al hospital, en donde le harán una lavativa estomacal. Pobrecillo. Pobrecillos todos. Pero, ¡qué carajo!, pensándolo bien algo tendrá que ver que muchos adolescentes hoy se creen los reyes del mambo con derechos ilimitados; que si antes un adulto nos llamaba la atención acatábamos la bronca, por eso del respeto a las canas y a la edad, pero hoy se encaran, tutean al viejo y le ofrecen unas leches; será que antes los padres nos miraban, y bastaba esa mirada para agachar la cabeza y decir amén, mientras hoy algunos atemorizan a sus madres y se salen con la suya porque educar con disciplina es algo, ¡buf!, que cuesta mucho y ya no se estila; será porque antes el profesor era respetable y respetado, y nos cuadrábamos ante él, pero hoy le han quitado tanta autoridad (en un sistema que hace aguas por los cuatro costados) que el alumno es dios en el aula y el maestro, desmotivado, a veces tira la toalla, impotente ante tanta libertad mal concebida.


Será porque, en fin, ese típico padre prefiere darle al chaval una buena paga para que se desfogue en el botellón a golpe de chupito de color rosáceo, y si a las cuatro de la mañana lo llaman desde el hospital para decirle que su hijo está ingresado con coma etílico, piensa que, a lo mejor, tiene que tener una charla de colega a colega con su hijo para decirle… bueno, ¡pobre!, que se recupere y luego ya veremos si le digo algo. No se vaya a enfadar la criatura.

Te puede interesar