Opinión

Padres quemados

No es nada fácil ser padres. El hecho de traer a este mundo a nuevos seres humanos que desde ese instante primigenio de ruptura con el cobijo materno se colocan bajo nuestra exclusiva responsabilidad, es realmente un acto, no ya de amor, sino de fe ciega, que escapa a roda razón. Siendo sinceros, si antes de ser padres alguien nos iluminara sobre los deberes, responsabilidades, preocupaciones, gastos ordinarios y extraordinarios, privaciones, disgustos, noches insomnes, alteraciones del ánimo y de la salud que hemos de asumir como inevitables por el hecho de tener hijos, preocupaciones que cesarán solo cuando aquéllos vuelen solos a los treinta y pico años (con suerte); si nos advirtiesen de todo ello a priori, antes siquiera de poder intuir qué se siente cuando uno es padre, a muchos les entraría un canguelo tal, que el índice de natalidad, ya de por sí irrisorio por estos lares, se hundiría sin remedio. Siempre digo que ser padres es un acto irracional y de amor supremo, y solo quien ha cruzado su mirada con la clara y virgen de su hijo, quien ha sentido su caricia, ha recibido su sincero beso y escuchado ese te quiero —ese te quiero que un hijo regala a su padre, vencido el pudor que seguramente siente al decirlo, es el más sincero y desgarrador que nunca se haya podido escuchar—, puede entender que aquellas preocupaciones, desvelos y privaciones de las que antes les hablaba merecen la pena.

Leo la entrevista a un experto en la materia en la que sostiene que cada vez se dan más casos de burnout parental (puñeteros anglicismos); o sea, piensen en ese trabajador con gesto crispado en la mesa de su oficina, agobiado, sobrepasado, a punto de mandar a la mierda a su jefe y de tirar el ordenador por la ventana, solo que ahora se encuentra en su casa, no puede despotricar contra su jefe porque el jefe es él y no hay ordenadores que destruir sino hijos que le sacan en un momento dado de sus casillas. Son padres que, por un lado, se autoimponen la meta de llegar a ser esos papás perfectos, cuyos hijos deben ser igualmente perfectos, en perfecta armonía en un hogar perfecto (la perfección elevada a la categoría de estilo de vida) y, por otro lado, se frustran, se queman en ese intento vano, en esa autoexigencia absurda de ser los mejores padres para los mejores hijos, lo que les genera una tremenda angustia por no poder cumplir con tal rol. Padres para los que le educación es una pura competición, y preparar a sus hijos para esa carrera tan exigente que es la vida es su casi único cometido. No es aceptable la normalidad o la imperfección, la educación no entiende de fallos, los hijos, desde muy pequeños, han de ser inconformistas, no cabe ser un segundón en el colegio, en el partido del fin de semana, en las clases particulares de inglés, en el conservatorio de música, o en esa retahíla de actividades con las que «matamos» el tiempo libre que tienen los niños para jugar, porque jugar, sépanlo ya de una vez, es secundario, lo importante es que hoy se forjen (a fuego) para que mañana sean personas de provecho para la sociedad (el provecho propio, ya ven, siempre se queda en un segundo plano).    Esa obsesión de los padres por cumplir con tales niveles de exigencia les estalla en las manos cuando no ven cumplidas sus expectativas. Y se frustran, y se queman, y trasladan esa frustración a sus hijos, que pueden llegar a pensar que han fallado a sus padres porque, ¡vaya!, resulta que no son perfectos, les da un poco igual, con doce años,  sacar notable en lugar de sobresaliente, lo que quieren es jugar sin sentirse culpables por ello; lo que quieren son unos padres que, ¡claro!, les han de educar, pero ojalá jugasen alguna vez con ellos, perdiesen tiempo con ellos, disfrutasen de la bendita imperfección.

Ser padre es una tarea hermosa, pero ardua y a veces exasperante. No la convirtamos también en una estresante competición.

Te puede interesar