Opinión

Quiero

Quiero ejércitos que preserven la paz y no que fo- menten las guerras; no quiero guerras, ni santas ni ateas. Quiero fronteras dibujadas en los libros para que los niños aprenda Geografía; no quiero fronteras acorazadas que separan a esos mismos niños en el grupo de afortunados y en el otro de desgraciados. Quiero que esos niños crezcan sin escuchar las bombas caídas del cielo a sus pies; no quiero contar los pies mutilados de esos mismos niños, a los que nadie quiso o pudo salvar. Quiero creer a los dirigentes poderosos cuando hablan de trabajar en pos de la paz; no quiero escuchar eso mismo un día, otro día, y así todos los días, mientras la paz se aleja cada día más. Quiero que no haya distingos entre dictaduras buenas o malas dependiendo de cuántos dólares o petróleo tenga el dictador; no quiero que la política se convierta, si no lo es ya, en el arte del cinismo más sublime. Quiero que la diplomacia se erija en el arma más rápida y poderosa: rápida para atajar sin demora los genocidios y los asesinatos de tantos inocentes; poderosa para que no se arredre, para que no caiga rendida ante las otras armas, las que resuenan destellantes en las noches de terror; no quiero escuchar discursos oficiales de condolencia que solo pretenden aliviar las conciencias de los oradores. Quiero que los que lloran a sus muertos alcancen de una vez por todas la paz que tanto necesitan; no quiero verlos usados como monedas de chantajistas en manos de traficantes del dolor ajeno. Quiero sociedades de naciones que trabajan por conseguir un mundo más justo; no quiero mercachifles indecentes al frente de esas socie- dades, atentos solo a la apertura y cierre de Wall Street. Quiero gentes que respetan las diferencias entre los que viven en el mismo edificio, en el mismo barrio, en la misma ciudad o en la misma nación; no quiero a los que buscan implantar fronteras en aquellos lugares bajo la banderade una historia pasada común, tantas veces manipulada. Quiero creer que nuestros hijos llegarán a tiempo para admirar las maravillas escondidas en los lugares más re- cónditos de este planeta; eso querrá decir que hemos em- pezado, de verdad, a cuidarlo; no quiero que esos mismos hijos solo puedan contemplar los hielos glaciares y los cie- los cambiantes de las cuatro estaciones en los álbumes fotográficos de los grandes aventureros. Quiero que todos entendamos mejor el drama de la inmigración; bastaría para ello con ponernos durante un minuto en la piel del que deja atrás lo único que tiene, su propia familia, y se pone en manos de mafias para recorrer miles de kilómetros hacia un país extraño, habitado por gentes con un color de piel distinto, que hablan un idioma ininteligible, y que muchas veces torcerán el gesto o levantarán el puño como respuesta a una simple petición de limosna. Quiero esa empatía como ejercicio diario de solidaridad; no quiero en cambio cu- chillas que laceran esos negros cuerpos de los que, ¿qué pensábamos?, brota sangre del mismo color que la que limpiamos en nuestras leves heridas. Quiero creer que, en este mundo cada vez más robotizado, aún queda sitio para la espontaneidad y para la capacidad de sorpresa; quiero que sigan sucediendo cosas que aún escapan a nuestro control; no quiero el día progra- mado sin el mínimo margen de error, ni la ansiedad que ello siempre genera.

Quiero, me gusta la frustración del que intenta alcan- zar sus sueños aunque al final no los consiga, pues se siente recompensando en el empeño; quiero que la gente siga teniendo sueños, aunque solo sea para que algunos pue- dan sobrellevar mejor su soledad; no quiero un mundo sin sueños. Dirán que así no hay frustraciones, mas quien eso dice ignora que frustrarse, a veces, es la mejor manera de aprender. 

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