Opinión

Trazos de antihéroes

Me gustan los perdedores. Qué le voy a hacer. El antihéroe cotidiano, el que cae derrotado, ese tipo al que casi todo (por no decir todo) parece salirle mal, pese a que lo intenta una y otra vez. Me atrae el de la mirada dura con restos de languidez y nostalgia, el que refleja en sus ojos perennemente húmedos los restos de una alegría efímera que ya se fue. El hombre al que casi todos esquivan a su paso por la acera por parecerles de rostro sombrío y amenazador, aunque en realidad solo lucha a duras penas por llevar bien alta su dignidad, lo único que le queda. Me quedo con ese ser antes que con el altanero de triunfo fácil y engolado; por qué será que pienso que es aquél, y no éste, el que más tiene que enseñar, el que puede copar los versos más tristes y a la vez más hermosos. El mismo que acodado en la barra del viejo bar, apurando las últimas gotas del vaso de whisky, deja escapar una triste y recatada sonrisa al recordar el amor de su vida que no supo cuidar.

Me gusta comprobar cómo a ese ser tan duro se le va en cambio la mano para intentar acariciar suavemente la cabeza del niño que pasea agarrado a su madre, sin que ésta se dé cuenta. Me gusta esa clase de seres que llevan la estragos de la vida marcados en sus ojos atrayentes, en sus arrugas marcadas, en las venas presentes a lo largo de sus manos enjutas y huesudas; quiero pensar que alguna vez serán ellos los que vayan a ganar una batalla, aunque la guerra ya se la hayan impuesto por perdida. Me gusta creer que, sin ellos, las mejores canciones, los poemas más hondos, las historias más arrebatadas no habrían nacido de la pluma del escritor ni de las cuerdas de la guitarra. Me consuela pensar que nunca inspirará al poeta el de la vida fácil, el acomodado. Deseo que este, siquiera sea por un instante, sienta un resquicio de envidia de quien no soporta ningún peso porque no lleva nada, y que las ansias de querer más le hagan el camino más espinoso y doblado.

Me gusta el trovador de la esquina que lleva tanta magia en su voz rasgada, y el que regala sonrisas claras a cambio de nada; no me gusta el que camina imponente mirando altivo al frente sin pararse a ver nada; me gusta el que se cayó tropezando dos y tres veces en la misma piedra porque se convencía, iluso, de que la vida le dada a cada trastabillada una nueva oportunidad. Y me gusta el mismo que por las noches se acuna pensando que ese día aún habrá de llegar. Me impresiona ver al hijo canijo abrazarse a su padre, a su héroe, para consolarlo, para decirle papá, como tú no hay otro igual. Me puede mucho ver como entonces el padre se derrota en lágrimas de emoción y de alegría, y eso le basta para ganarle la partida a la vida. Para qué querría más. Me gusta el que se conforma con muy poco y lucha lo infinito para conseguirlo; el que logró superar el rencor inicial que pudo tener hacia el que todo lo tuvo fácil, y ahora disfruta de lo escaso que consiguió; me alegra sospechar que el que se ha complicado su vida y la de los suyos acaparando loas y empeños insaciables, cuando llega la noche, al tomarse su preventiva dosis medicinal, desearía ser el otro de la existencia sencilla y sin alardes, el que no ha caído, como sí lo hizo él, en el vicio más estúpido: querer siempre conseguir más y mucho más.

Me gustan esas amistades de barra, desinteresadas, nada impostadas. Me consta que entre esas conversaciones viejas que rememoran vivencias crudas del pasado hay más vida que en la placidez artificial. Son esos antihéroes cotidianos que se pueden ver a diario si uno se fija un tanto al mirar. Son los que forjan sin saberlo, las mejores historias y los mejores amores. Y son dueños de los mejores ojos para contemplar.

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