El magnate mexicano Carlos Slim lleva tiempo predicando sobre su particular propuesta laboral para incrementar el empleo, dedicar más tiempo para el ocio y la familia y de paso evitar la quiebra del sistema de pensiones. En el congreso anual de la Confederación Española de Directivos y Ejecutivos (CEDE) que se celebró el pasado martes en A Coruña repitió su fórmula: laborar tres días a la semana a jornadas de once horas y jubilarse a los 70 o 75 años.
Las once horas mucha gente ya las curra cinco o seis días para casi no llegar a primeros de mes. Del salario no habló Slim. Tampoco de la cotización para garantizar una vejez digna. Seguramente a una gran parte del endomingado auditorio la iniciativa le sonó a violín –el instrumento es al gusto–, pero habría que explicársela a toda la peña que en vez de asistir a reuniones se gana los grelos maltratando el esqueleto. Y son muchos más.
¿Se imaginan a un marinero con 70 años zarandeado por las olas? ¿Sería posible que un vendimiador continuase en el bancal de la Ribeira Sacra a esa edad? Alguno se empeña, pero convendremos que es más por cabezonería que por rendimiento. ¿Que pensaría una mariscadora si le dicen a los 65 años que aún le quedan cinco o diez para poder levantar la cerviz? ¿Tendría que seguir bajando al pozo un minero en vez de jubilarse anticipadamente por el herrumbre de sus huesos y la contaminación de sus pulmones? ¿Puede un albañil anciano desafiar la gravedad del andamio con la misma soltura que un mozalbete o un hombre en plenas facultades?
Y no hace falta recurrir a empleos de gran exigencia física. El cajero o la cajera del supermercado con la columna destartalada y los pies pidiendo clemencia no podría soportar la jornada laboral a la edad en la que un ejecutivo puede tomar alguna buena decisión. ¿Hasta cuándo dura la capacidad de aguante de un maestro? Si hasta un sacerdote sin callo en las manos, a partir de los 70 ya no anda para muchas homilías. Sólo continúa en el púlpito por falta de vocaciones religiosas. Hasta la cabeza se agota.