Opinión

Un colillero

Un cliente del abrevadero del que nunca hemos conseguido saber de qué vive, sostiene que los pobres caminan mirando al suelo mientras los ricos contemplan el cielo. Los viejos del pueblo también decían que en la ciudad detectaban el origen rural de una persona por los indisimulables andares de pato adquiridos de tantos charcos sorteados. A los que nos criamos siguiendo las señales de humo que dejaba la generación batea, un colillero nos recordaba a Carpanta, el genial personaje de la posquerra española creado por Escobar para la revista 'Pulgarcito' que se pasaba los días soñando con llenar el buche copiosamente y después fumarse una colilla sin conseguirlo. 

Un colillero, delantero, era el compañero de equipo que no se movía más que para rematar a portería. Un colillero, colega, era el que durante una noche de juerga esperaba agazapado detrás de un gesto de fulano interesante mientras los demás rastrillaban la pista de baile. Las colillas sólo se apuraban en caso de quedarse a deshoras sin tabaco y fallar la reserva escondida en lo alto de un armario. Ni siquiera se conocía el tabaco de liar y nos descojonábamos de los guiris que sacaban el librillo, como el abuelo picador de Víctor Manuel, para hacerse un cigarrito. Pobres europeos, aquí sólo liaba el que fumaba canutos. 

Pero cuando teníamos el BMW aparcado delante del chalé adosado mientras ampliábamos el crédito para pirarnos a Punta Cana como el vecino, el sopapo de la crisis del ladrillo nos devolvió al suelo.  

Ayer, un hombre de unos 40 años y bien vestido se paró repentinamente delante de este chófer de anécdotas en la calle Real de A Coruña. Se agachó y recogió dos colillas, una a cada lado de la calle, como si llevase un detector. No había pistas que permitiesen descifrar su poder adquisitivo, pero quizá el cliente del abrevadero tenga razón. Los datos macroeconómicos indican que el enfermo respira mejor, pero para mucha peña una moneda del suelo es el cielo.

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