Opinión

El listo Hans

En la década de los cincuenta, el mundo de la ópera conoció una de las mayores rivalidades del pasado siglo, entre la soprano greco-americana María Callas y la italiana Renata Tebaldi. La primera -consciente de que la belleza tímbrica de la segunda las diferenciaba- llegó a decir de su propia voz que era como un violín cualquiera tocado por Paganini, mientras que la de la Tebaldi era un Stradivarius tañido por un violinista mediocre.

Tal vez, la astuta diva era consciente de que, en experimentos ciegos llevados a cabo desde 1817 con un violín Stradivarius comparado con otro de calidad semejante, tocados ambos por un mismo instrumentista ante un público experto -situado en una habitación aparte-, nunca se llegó a concluir una diferencia de sonido apreciable; sin que esto haya impedido que se siga considerando aquél una joya de gran valor.

En metodología de la investigación, se recurre al experimento ciego para retener información que pueda influir en los participantes hasta que se completa el estudio. Con ello, se eliminan o, al menos, se reducen las variadas desviaciones que pueden surgir tanto de las expectativas de los sujetos como del propio observador y que, eventualmente, enturbian la fiabilidad de los resultados a obtener.

Así, a principios del siglo XX, un caballo alemán llamado Hans fue apodado “el listo” por ser capaz en apariencia de resolver operaciones aritméticas de cierta complejidad e incluso de leer. Pero la investigación del psicólogo Oskar Pfungst demostró que el équido, en realidad, no realizaba estas tareas mentales, sino que respondía a señales involuntarias en el lenguaje corporal de su entrenador, quien ignoraba por completo que las proporcionaba.

De hecho, todo experimentador, de varias formas y conscientemente o no, puede introducir en su estudio sesgos cognitivos (esto es, desviaciones en el proceso mental), dando lugar a lo que se denomina “efecto de expectativa del observador”; comunicando a los participantes -más o menos sutilmente- sus previsiones sobre el resultado, para que éstos alteren su conducta y se ajusten a ellas, creando incluso las que se llaman “características de demanda”.

Así, en vez de dar una respuesta honesta, los participantes cambian sus afirmaciones para coincidir con los requisitos del experimentador, implicando que asuman diversos roles: el buen participante (conocido como “efecto por favor”) no querrá arruinar el experimento; el fiel, seguirá al pie de la letra las instrucciones; o el aprensivo, preocupado por la evaluación de las respuestas, se comportará de manera socialmente deseable.

Pero también está el participante negativo (conocido como “efecto jódete”), que intentará discernir las hipótesis del experimentador sólo para destruir la credibilidad del estudio. Cierto es que los experimentadores recurren a variadas técnicas, con el fin reducir el efecto de las características de la demanda; entre otras, el engaño, para ocultar su hipótesis principal. Aunque, si el participante resulta ser tan listo como Hans, es más difícil de engañar.

Convertir el proceso de investidura a la presidencia del Gobierno en un experimento ciego no permitirá apreciar con él la diferencia entre el bello Stradivarius tocado por un mediocre y un violín normal en manos de Paganini. Aun así, conviene seguir ojo avizor: en las pezuñas del listo Hans se halla la respuesta que quizás active el efecto jódete. Que no sea capaz de leer no excluye, ciertamente, que entienda de Sumar.

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