Sirva ese relato real para rendir homenaje a una persona tan amable como cordial.
Un taxista de Verín cuya presencia cambió el ánimo de un grupo de turistas perdido
al borde de la autovía.
Tres hombres y tres mujeres nos encontrábamos perdidos en los montes que rodean el sur de Verín, después de una “andaina” de más de tres horas. Los motivos no vienen a colación, mas allá de esa ausencia crónica de señalización adeudada, un mal endémico de las rutas españolas. Cuando la tensión hizo acto de aparición y los nervios amenazaban con desestabilizar la compostura, el grupo encontró una difusa senda para bajar la montaña entre arbustos y matorrales por una ladera tremendamente empinada.
Alcanzamos y saltamos al fin la valla de separación de la autovía en el desesperado intento por llegar al manantial de Cabreiroá, lugar donde varias horas antes habíamos aparcado el vehículo. La marcha por el estrecho margen de la autovía en busca de un pasadizo que nos permitiera cruzarla resultó lenta y agobiante.
La exasperación se apoderó del grupo, cuyo ánimo gripó antes las dificultades para encontrar alguna solución.
Al fin alguien pensó en abandonar la idea de encontrar una vía de escape y llamar a un taxi, propuesta que fue acogida unánimemente.
Minutos después apareció un vehículo de seis plazas, lo que devolvió siquiera un ápice de la ilusión perdida. Mientras montábamos en el coche estacionado en el arcén de la peligrosa autovía, el conductor mostraba ya la delicadeza y atención que rebajó de pleno el frío ambiente. Era atento y desenfadado al tiempo; restó transcendencia al tropiezo y apostó por recordarlo para el posterior disfrute del día. De pronto sus palabras y formas lograron que recuperáramos el aliento y la energía perdidos.
Moncho, se llamaba. Un taxista de Verín que no sólo fue ese servidor público que aparece para solucionar un problema. Hizo algo más, logró que un pequeño grupo de seis turistas le rindiera este pequeño homenaje.
Gracias Moncho.
