EL ÁNGULO INVERSO

Debe de ser verdad…

El autor hace un homenaje a Miguel Ángel, exportero ourensano del Real Madrid: "En aquel curso estaba él. Era el portero que nos libraba de vergonzosas goleadas".

Ha sido el mejor futbolista que ha dado esta ciudad dolorida. Te hablo de Miguel Ángel, portero del Real Madrid: tres mundiales.

Ay, lo recuerdo bien. Éramos muy jóvenes y malos estudiantes. Corría el 65 y estábamos internos en el colegio Cisneros. Qué curso aquel, 4ºB, los profesores lo temían. Un curso un poco maldito; todos paralizados por la implacable reválida de cuarto. Abrevábamos allí los más golfos, chicos expulsados de otros colegios, eternos repetidores y jóvenes de mirada herida, hijos de emigrantes que crecían sin ver a sus padres; no sentían la cálida mano de la madre.

En aquel curso estaba Miguel Ángel. Era el portero que nos libraba de vergonzosas goleadas. Como todos, no estudiaba demasiado. Ah, lo veo ahora mismo. Alguien lo llama desde fuera: “Ven, que hay partido”. Miguel camina a gatas hasta la ventana; cuando el profesor se pone de espaldas, él, veloz, un relámpago, se lanza a la calle.

Era yo casi un adolescente e iba por la redacción de este periódico. Los domingos entrevistaba a los entrenadores al final de los partidos. Ya sabes: “Hemos tenido mala suerte, el árbitro ha sido un cabrón…”. Después iba con el Couto, entonces un equipo poderoso que competía con el Ourense. Allí me reencontré con Miguel Ángel; lo acababan de fichar. Tengo el orgullo de haberle hecho las primeras crónicas. Lo destacaba siempre, claro.

Así que los lunes salía mi crónica. Decía: “De nuestro enviado especial, J. Noguerol”. Hay que joderse, ‘de nuestro enviado especial’, se me caía la baba. Vamos, me sentía el rey del mambo.

Eran buenos tiempos. Era feliz viajando con aquellos futbolistas, algunos veteranos de Primera División, que casi por afición jugaban en el equipo del mítico Luis Soria. Él descubrió a Miguel Ángel. Lo entrenó a conciencia: “Supe que iba a ser grande”.

Entonces, las primas se abonaban en metálico al finalizar el partido. De regreso, en el autocar, se montaba una ‘timba’: los veteranos siempre se la birlaban a los novatos.

Alguna vez lo conté: “Eso de que tiran más dos tetas…”, debe de ser verdad. Iba con el equipo a jugar a Ferrol; esta vez en el coche de un amigo. En Lalín me encontré con una novieta; lo cierto es que pasé la tarde con ella. Ni partido ni ostias. Después vinieron los apuros. Llamé a Segundo Alvarado, mi jefe: “Llego tarde, se averió el coche”. Ah, tenía que llenar una página y no sabía ni el resultado. Al llegar, me la jugué y fui a casa de Miguel Ángel. Hubo suerte, apareció antes de las 12. Con lo que me narró salí del apuro: “Campo embarrado, el equipo abusó de ‘pasos cortos’, resultado desfavorable…”.

Pasaron muchos años. Miguel Ángel me cuenta: “Sí, a veces, en mi duermevela, pasa por mi mente una procesión de espectros de sonrisa burlona, todos los que lograron batirme, hacerme gol”.

(“Lo que no me gusta de los guardametas de hoy es esa tendencia a despejar el balón con las manos. Hay que blocarlo, sujetarlo contra el pecho, con seguridad. Tal y como hay que ‘parar’ las embestidas de la vida”.)

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