CAPÍTULO 15

La muerte se encontraba cómoda en A Chavasqueira

Más allá del parabrisas destrozado, el morro del automóvil había adquirido la apariencia de un acordeón abrazado al tronco de un árbol.

 

Javier Quero;es comunicador, ilustrador y guionista. 

¡Menuda hostia! El comisario divisaba desde el asiento de su coche el air bag medio desinflado, como esos globos que días después de lucir su forma oronda agonizan resistiéndose a perder el poco aire que a duras penas les proporciona una silueta amorfa. Más allá del parabrisas destrozado, el morro del automóvil había adquirido la apariencia de un acordeón abrazado al tronco de un árbol. El humo procedente del motor ascendía hacia ninguna parte y la cabeza dolorida del veterano policía retumbaba como si acabara de tragarse uno de esos debates electorales televisados donde los candidatos se juegan su futuro fingiendo interés por el nuestro. Hay días en los que es mejor no levantarse de la cama. Y las jornadas de campaña política son de esos días.

A duras penas, el comisario logró zafarse del cinturón de seguridad que probablemente retrasó su cita con San Pedro. Salió renqueante del vehículo y a la comisura de sus labios llegó el sabor acre de la sangre que, en un hilo, recorría la distancia entre la frente y esa boca que no paraba de blasfemar. "¡Menuda hostia!", volvió a repetir en alto, atendiendo así esa estúpida necesidad humana de verbalizar lo que salta a la vista. Se palpó el cuerpo como solemos hacer al buscar el mechero si nos piden fuego, aunque no tengamos. El chusco análisis anatómico le reportó la tranquilidad de que sus lesiones no iban más allá de simples magulladuras. Nada grave. Menos que si hubiera vivido con la intensidad precisa las fiestas de San Fermín. Instintivamente, su mano acarició la culata de la Glock17 alojada en su cinto. Y se sobresaltó. No sabía qué carajo hacía una pistola adosada a su costado. Tampoco atinaba a recordar adónde iba antes de que el coche se precipitara ladera abajo. Por más que lo intentaba le resultaba imposible reconocer aquel paraje, silencioso tras el estrépito. Buscó con la mirada como quien espera hallar respuestas en forma de cartel orientativo donde se señala con un punto rojo "usted está aquí". Imposible. Puestos a cavilar, incluso descubrió que ignoraba su nombre. La primera pista se la dio su cartera. En ella había una placa y un carné de la Policía con la foto de un tipo que se parecía bastante al reflejo de su rostro en la única ventanilla del coche siniestrado que permanecía intacta. La confusión aumentaba al mismo ritmo atronador que el martilleo de las palpitaciones en sus sienes. Maldito dolor de cabeza. Y a partir de ahí, un agujero negro en la memoria. La nada. La mente más vacía que la de un tertuliano de tele reality. Inexplicablemente, los versos de una canción empezaron a abrirse paso en su cerebro: 

"si nos cruzamos por la vida
no me preguntes dónde voy
Mira mis ojos y adivina
o qué busco y lo que soy" 

No eran días fáciles en A Chavasqueira. A los cadáveres les había dado por aparecer como pokemons en las calles, solo que aquellos cuerpos inertes no eran fruto de la realidad virtual ideada por un japonés víctima de una sobredosis de sushi. 

Al comisario le había caído el marrón de desvelar el misterio escondido tras las muertes. Era un avezado investigador que, posiblemente, se enfrentaba al caso más complicado de su dilatada carrera. Pero eso, ahora, tampoco lo sabía. Su instinto le empujó a empuñar el teléfono móvil que encontró en su bolsillo. Pero el jodido cacharro le pedía una clave de desbloqueo que tampoco recordaba. Vivimos en un mundo donde cualquier persona sana precisa millones de neuronas para almacenar los códigos de la tarjeta de crédito, el pin del móvil, las claves de la alarma y del ordenador, el número del DNI, la matrícula del coche... Y si eso ya resulta complicado para cualquiera, cuanto más para alguien al que se le ha reseteado el disco duro de su cabeza.

El comisario alzó la mirada a la carretera desde la que, dedujo, se había precipitado mientras conducía hacia quién sabe dónde. Le iba a costar ascender la pendiente que minutos antes había bajado como quien se desliza por la montaña rusa de un parque temático de esos que hacen las delicias de los niños y de las compañías de seguros. Probablemente, iba a necesitar la ayuda de un palo fuerte en el que apoyarse. Y una vez allí arriba, qué. Hacia qué ciudad dirigirse, a qué dirección acudir, a quién llamar para buscar auxilio y, sobre todo, respuestas. No importaba. Había que seguir adelante aunque el camino fuese escarpado y cuesta arriba. Como la vida misma. Levantarse, sacudirse el polvo y continuar hasta la próxima caída. Es lo que tocaba. Dirigirse con paso firme a la incertidumbre. Como quien amanece cada mañana para afrontar la realidad de un trabajo o, aún peor, la ausencia de este; la convivencia con quien comparte colchón y deudas, el diseño de proyectos que no siempre acaban mal.

Nunca fue un hombre al que costara tomar decisiones. Estar al mando de un grupo de uniformados le había curtido en esa y en otras 99.999 batallas. Pero ahora, esa voluntad se había desvanecido junto a su memoria. Tomó aire, se pasó la palma de la mano por el ceño y empezó la búsqueda. Una rama, una estaca, algo que le sirviera de cayado en que apoyarse en el ascenso. Entonces ocurrió. Al bordear el coche arrugado lo descubrió. Allí abajo había alguien. Entre el árbol que frenó la caída y el para golpes que no paró el golpe, emergía un brazo ensagrentado, alzado como si pidiera una atención postrera, con el mismo efecto inútil con el que alzan la mano los clientes de las terrazas de verano solicitando la presencia de un camarero que siempre mira a otro lado. Los pensamientos aturdidos del comisario adquirieron entonces la consistencia del salmorejo. Su rostro se tiñó de mayor palidez aún. Ese insensato debió de interponerse entre coche y el árbol en la caída por la pendiente y acabó aplastado por no estar pendiente. ¡Menuda hostia! Hay días en que es mejor no levantarse de la cama. Y ese era uno de esos días, aunque no hubiera ninguna campaña electoral en marcha, cosa cada vez menos usual en España. La muerte se encontraba cómoda en A Chavasqueira. El comisario ya no sólo tendría que averiguar quién era él, sino que además debía descubrir a quién se había cargado.

 

Historia de una novela ourensana y experimental

 

Cada una de las entregas de esta novela, "El tragaluz de A Chavasqueira", está firmada por un autor diferente y desarrollada a partir de lo que han ido escribiendo los precedentes, sin permitirse a los escritores concertar el destino de su prosa y de sus historias. 

Más de una veintena de escritores, periodistas y personalidades del mundo de la cultura participan en esta iniciativa veraniega de La Región, que acoge tanto a firmas locales, como a autores del panorama nacional y puntuales colaboraciones internacionales, para solaz y disfrute de los lectores, evocando las antiguas novelas por entregas de los periódicos de ayer, y añadiendo el enigmático componente de una experiencia literaria imaginativa y artísticamente abierta. Un ejercicio libre y gratificante tanto para los autores que se están sumando a este sorprendente reto, como para los lectores, que a lo largo del verano irán descubriendo la evolución de personajes como Marta, Jorge, o Pablo, en una acción que transcurre con la ciudad de Ourense como escenario. 

Los capítulos de "El tragaluz de A Chavasqueira" podrán seguirse con La Región durante los meses de julio y agosto en las páginas veraniegas del diario.

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