Ma­nual del buen de­mó­cra­ta


En Es­pa­ña te­ne­mos ra­dios y te­le­vi­sio­nes pú­bli­cas na­cio­na­les, au­to­nó­mi­cas, re­gio­na­les, lo­ca­les, y lo que ha­ga fal­ta.
En Es­pa­ña te­ne­mos ra­dios y te­le­vi­sio­nes pú­bli­cas na­cio­na­les, au­to­nó­mi­cas, re­gio­na­les, lo­ca­les, y lo que ha­ga fal­ta.La privatización es el mal. La mayor parte de los hombres no entendemos que Maria
Sharapova no sea pública. Es más, no entendemos que aún no la hayan declarado Patrimonio de la Humanidad, partido de interés general, y zona de concentración de accidentes. Que Sharapova sea privada es la mejor muestra de que desde la caída del sueño soviético, el capitalismo lo ha ido estropeando todo, incluso hasta quedarse con la mayor parte de las mujeres bonitas. Y eso sí que no se puede consentir.
Lo público es genial. Deberíamos acabar de una vez por todas con lo privado. Es terrible lo que ocurre en los centros comerciales cuando necesitas urgentemente un cuarto de baño. Que no aguantas más. Que la cerveza tiene esos peligros. Y corres con los ojos ahuecados y el rostro gélido en busca de la deseada puerta. Esa que al fondo se divisa y que esconde en su interior la bella sinfonía del desahogo. Y el trayecto se eterniza mientras ejercitas toda clase de combinaciones extrañas con las piernas, incluido eso de caminar cruzándolas y desplazarse a saltos, como si llegado el extremo momento esa idiotez pudiera evitar lo inevitable. Zigzagueando entre la gente, cuando por fin estás ante la puerta, en el umbral del mismo lugar donde esperas aliviar el terrible dolor de la contención, divisas en ella la palabra maldita en un cartel: “Privado”. Y esto debería ser razón suficiente para acabar con todo lo privado y hacer que todo sea público.
En lo privado hay tipos que se juegan sus ahorros. Eso es intolerable. Y además obligan a otra gente a trabajar. Y hasta les pagan a fin de mes, en un gesto de prepotencia que tan sólo está al alcance de un empresario vanidoso y sin escrúpulos. No ha conocido la historia de la humanidad tamaño atropello como el trabajo, ni plaga más dolorosa.
Y es precisamente el sector privado el que con más empeño se encarga de prodigarla, trayendo terror, horarios infames, y destrucción a los hombres. Desde la esclavitud de la tribu de los Ñomalokas del Himalaya, conocida por obligar a sus cautivos a escuchar sin descanso la antología 1.000 canciones imprescindibles del reggaetton, no se ha conocido mayor injusticia, ni mayor demostración de crueldad, que la oferta de trabajo de una empresa privada.
Lo público, en cambio, es más bonito. Como una canción de Roberto
Carlos, como un discreto nenúfar flotando en un estanque de esmeraldas. Y más eficaz. Nunca un servicio público ha funcionado mal. Nunca ningún político ha utilizado una empresa pública para beneficio propio. Y nunca la tribu de los Ñomalokas ha logrado evitar que sus esclavos se arrojen al vacío por algún acantilado rocoso del Himalaya antes de que acabe el primero de los cien discos de la antología.
Lo privado se sostiene con dinero y, en esta vida, nada verdaderamente importante y trascendente se sostiene con dinero, a excepción del fútbol. En cambio lo público se sustenta con una suerte de financiación que sólo son capaces de obtener ciertos políticos cuando están a solas en sus despachos. Se encierran y repitiendo la fórmula mágica de
Mickey Mouse exclaman al viento: “¡Si queréis la herramienta decid pimienta!”. Y se responden a sí mismos, coreando, con el gesto muy serio: “¡Pimienta, pimienta!”. Y al instante comienzan a brotar billetes del cielo entre inmensas nubes de purpurina de oro. Fajos y fajos de billetes de 500 euros que posteriormente se utilizan para las diferentes tareas financiadas con el mal llamado dinero público, que deberíamos llamar dinero caído del cielo.
Gobernaré. Sé que algún día gobernaré. Y ese día se terminará toda injusticia. Con frecuencia me encierro en la habitación y ensayo frente al espejo, esperando que llegue mi gran día: “¡Exprópiese!”, grito al viento, solemne. Al principio lo decía con acento de pequeño burgués intentando ser aceptado en el lado perroflauta de la vida, pero ahora ya el dulce almíbar del populismo corre por mis venas y me hace ser mucho más auténtico. Sobre todo porque acentúo mucho la “o” y la “i”, y pongo empeño en arrastrar la letra “s” desde Carabanchel hasta el corazón de Caracas.
Y cuando gobierne, tendré una gran televisión sólo para mi. Que de todas las formas de gestión pública, ninguna ha alcanzado cotas tan sublimes como la de los medios. Tenemos radios y televisiones públicas nacionales, autonómicas, regionales, locales, y lo que haga falta. España sale a trecientas cuarenta y siete televisiones públicas por habitante, y a seiscientas por cabeza, si la cabeza es de político.
No se entiende que haya personas que no estén de acuerdo con este modelo garante de pluralidad e independencia. Discrepar en este asunto es un inequívoco ejemplo de fascismo recalcitrante, y una muestra de insensibilidad hacia los periodistas que trabajan en medios públicos.
En Twitter tuve la imprudencia, en un momento de debilidad, de sembrar el leve conato de la duda al respecto, en estos días de dramáticos cierres televisados, y cayó de inmediato sobre mi la furia de la tormenta del corporativismo periodístico; que como todo lo periodístico, es intrínsecamente bueno, y excepcionalmente necesario para la sociedad. Me quedó claro, después del chaparrón. Al fin, sólo hay algo indiscutible: los medios de comunicación privados deben desaparecer, porque ponen en riesgo la libertad de expresión del Gobierno. Y eso es algo intolerable en una democracia.

Te puede interesar