LA REVISTA

Meriendas con Esther

Aunque ambientado en los 70 y en Inglaterra, pegaba absolutamente con nuestros 80 recién salidos del franquismo: esa adolescencia frustrante llena de reglas de adultos, sueños románticos y ansia por la libertad futura

Mi niñez es un conjunto de reglas rígidas con las cuales mi madre (una mujer increíble que, como mi padre vivía fuera, ejercía de poli bueno y malo a la vez) se aseguraba de llevarnos a mis hermanas y a mí por un camino recto y seguro. Una de esas reglas era que los libros no entraban en la cocina ni la comida al salón. Así pues, jamás podría nadie encontrarse en mi casa un libro manchado de paté o mermelada.

Pero a escasos metros había un mundo de permisividad que era la casa de mis vecinos. Allí cenaban en el salón y merendaban encima de los libros. Por eso, cuando la vecina me prestaba sus comics de “Esther y su mundo”, yo disfrutaba tanto de su lectura como del rito por el cual, página tras página, iba sacando las migas de pan (algunas aún con olor a nocilla) que delataban aquella apetecida libertad de costumbres. 

Las historias, técnicas narrativas y grafismos de muchos de los comics que ahora leemos son tan variados e imaginativos que se podría decir que es aquí donde se están haciendo los mayores avances en literatura. Absolutamente ajeno a toda esta novedad, está “Esther y su mundo”: narración lineal, estructura de viñetas clásica, ideología conservadora… Aunque ambientado en los 70 y en Inglaterra, pegaba absolutamente con nuestros 80 recién salidos del franquismo: esa adolescencia frustrante llena de reglas de adultos, sueños románticos y ansia por la libertad futura.

Hace dos días conseguí los primeros tomos de la serie. Me hice un bocata y, nerviosa como si mi madre fuera a pillarme en cualquier momento, me tiré en la alfombra del salón, abrí mi “Esther”  y empecé a comer encima de él cuidando de que, en cada página, quede una miguita de pan cuidadosamente incrustada.   

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