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Triste pero bello

La comitiva fúnebre, pasando por la plaza de Las Mercedes, delante de lo que actualmente son las galerías Israel
photo_camera La comitiva fúnebre, pasando por la plaza de Las Mercedes, delante de lo que actualmente son las galerías Israel

Recuperando imágenes del ayer, tengo en mi archivo un grupo de fotografías que, a pesar de no ser de temática precisamente alegre, reconozco que no carecen de cierta belleza. Se trata de las que muestran cortejos fúnebres y entierros. Existe otro grupo, que yo llamo de fotografía mortuoria, pero éste lo dejaremos para otro día, ya que requiere una larga explicación para no caer en el comentario morboso. Hoy, gracias a Chus Tapia, podemos recuperar esquinas de nuestra ciudad completamente modificadas, mientras seguimos un cortejo fúnebre.



Aprovechando una fotografía que hace tiempo me prestó Chus Tapia, del entierro de un gran hombre perteneciente a su familia; me gustaría recordar esta, aunque triste, bella tradición que la modernidad ha terminado por condenar al olvido.

Antiguamente, los entierros eran un conjunto de hábitos y costumbres de las que casi nada ha llegado a nuestros días; pero los abuelos aún recuerdan.

El velatorio se prolongaba lo necesario desde que ocurría el óbito hasta que llegaban los parientes más próximos (no era extraño esperar un día o dos por un padre o hermano que se desplazaba desde fuera). Para hacer la noche en vela un poco más llevadera, los parientes cercanos obsequiaban a la familia directa con chocolate y bizcochos. El luto tenía unas normas perfectamente delimitadas en función del parentesco, yendo desde los tres meses de familiares en segundo y tercer grado, hasta los dos años de esposos o padres. La manera de abandonar el luto, estaba también regulada, existiendo el medio luto y el alivio. 

(El color de luto históricamente era el blanco, aunque ahora todos recordemos el negro; y el de alivio, el morado o violeta).

La conducción solía exigir carruaje, aunque en los pueblos se podían ver conducciones a hombros; en este apartado se hacían ciertas concesiones al nivel social, admitiendo diferente numero de caballos en función de la categoría del difunto (esta costumbre fue de las primeras en desaparecer de las ciudades, por la complejidad de mantener a los equinos dentro de la urbe, e incluso la dificultad de su conducción por las calles estrechas). Lo que se mantuvo fue la tradición de que los carruajes se engalanaran con crespones, negros para todos los ciudadanos, blancos cuando se trataba de un niño y, aunque no lo he podido confirmar, tengo entendido que morados o rojos cuando se trataba de autoridades o miembros de la iglesia.

La misa de funeral, también admitía concesiones al nivel social, siendo el número de sacerdotes y su rango, los que contribuían a ubicar socialmente al fallecido.

Al contrario que actualmente, era después del entierro, cuando se daban los pésames, y solía ser de regreso a la casa del fallecido, donde se rezaba un rosario y se repartían recordatorios.

Estos recordatorios se llamaban también esquelas, pero no confundir con las que informaban del fallecimiento y se clavaban en la puerta de la iglesia, y sitios ya establecidos del pueblo o ciudad.

Al año del fallecimiento solía celebrarse la misa de cabo de año, en la que se volvía a reiterar el pésame a los familiares (de todas estas costumbres esta es una de las que muchas familias aún conservan).

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