La tonadillera sevillana convocó a un público heterogéneo, arrancó aplausos, pero ni fascinó ni arrolló

‘Pantojazo’ de sábado noche

La presencia de la tonadillera Isabel Pantoja en las fiestas de Soutomaior atrajo a un público heterogéneo, que en ningún caso llenó la carpa que dispuso Ramón Blanco, el empresario que subvencionó los conciertos de Pantoja, Bustamante o Camela, entre otros. La artista se hizo esperar, apareció entre aplausos, y después de una hora, cuando se tomó el primer respiro y se transformó en una voz desgarrada, perdió el control sobre el entusiasmo del público. Faltaron emociones. El concierto se volvió administrativo.
El pantojista, ¿nace o se hace? Difícil pregunta. Cabe la posibilidad de que el pantojista ni exista, o sea de una estirpe que se extingue, al mismo tiempo que se apaga la cepa de las tonadilleras. ¿Porqué quién puede recoger el testigo de Isabel? ¿Isabelita, Paquirrín, los Morancos? Soutomaior, un territorio cuyo nombre despide cierta épica, pero sin llegar a ser Woodstock, esperaba el sábado la entrada en escena de La Pantoja con impaciencia. Una impaciencia menos parecida a la que debió recorrer a los que esperaban por Leonard Cohen en Vigo, y más emparentada con la que carcome a los aficionados de ‘La ruleta de la fortuna’ cuando suena la sintonía del programa. Es decir, una impaciencia contenida, muy humilde. Esa impaciencia sobria que deambulaba por la carpa incluso estuvo trufada de silbidos, fueras, y gritos a favor de Julián, un novio de Isabel hasta que ingresó en la cárcel de Alahauín de la Torre.

Afortunadamente, a pie de escenario había una barra de 200 metros de largo. Ya no quedan bares así. Su existencia fue decisiva para quienes acudieron al concierto empujados por un familiar, o porque a las citas con la historia simplemente no hay que faltar. Nunca se podrá eliminar una barra mientras no exista una realidad de la que la gente no quiera huir, dijo en una ocasión un escritor americano.

Pero, ¿y La Pantoja? Se la esperaba a las 00.30 horas. Pero llegaría cuando quisiese. Antes hubo que realizar algunos ajustes en el escenario. Porque ella es ‘Esa’ que no pisa cualquier tablado. De hecho, hubo que barrerlo minutos antes de que apareciese. La polvareda lo cubría todo. No bastó con barrer, hubo también que pasar la fregona. En ese momento, cuando desde la sombra entró en escena el de la limpieza, se le confundió con la artista. Se advirtió a tiempo de gastar una ovación que era un chico de Protección Civil con greñas.

Y llegó. Y llegó con poderío Ella. La Pantoja. Y llegó arrebatadora, vestida de blanco, para acallar a los que en ese momento llamaban ‘parásito’ a María Navarro, la señora que la acom paña a todas partes. Apenas irrumpió, flotando en las olas de su vestido embrujado, como pensado para el pecado, se puso a hacer lo que mejor sabe: saludar. Aquellas inclinaciones, aquellas gracias intensas por los aplausos, aquellas reverencias al público, en otra sería un lumbago seguro. Ella se desplazaba con la levedad y magia de una diosa en el Olimpo ateniense.

Acostumbrados a verla en un aeropuerto, o entrando en un vehículo, o fulminando a un fotógrafo con la mirada, parecía mentira que también supiese cantar y bailar, que justo fue lo que se puso a hacer. En la quinta canción, cuando entonó Marinero de luces, un clásico entre los clásicos de su repertorio, todavía trataba de ajustar el sonido. Por momentos se la vio desquiciada. Sólo que hubiese gente delante evitó quizá que despidiese a los técnicos allí mismo. Si prescindió de Julián Muñoz, ¿por qué no privarse de un sonarizador? En el primer tema de la noche habían caído los detractores hacia el silencio. No se oían sino aplausos, que clásicos como Hoy quiero confesar o Háblame del mar marinero contribuían a mantener la expectativa de que en aquella carpa, en la madrugada, ocurriese algo grande. ¿El qué? Algo. Cualquier cosa. Incluso alguna pequeña. Habría valido. Pero no iba a pasar nada.

Entre Isabel Pantoja y el público se abrió lentamente un socavón, que ella no supo evitar buscando esa conexión secreta que algunos artistas establecen haciendo un simple gesto, pronunciando una palabra. Ella no supo ni decir, al subir al escenario, ‘Hola Soutomaior’. A última hora se acordó de Galicia. Demasiado tarde. Haber empezado por el final.

El primer descanso, después de una hora, para tomar un respiro y aparecer con una bata de cola roja, intensísima, diseñada para matar a un hipertenso, no fue más que la puntilla.

El ritmo dramático de Francisco Alegre dejó a la intemperie el aburrimiento. Nada que pudiese venir a continuación conseguiría despertar a parte del público, salvo al que padece de insomnio y es de la raza de los pantojistas. El resto o estaba disperso, o bostezaba, o flexionaba reiteradamente las piernas, signo irrefutable de que preferiría estar en la cama. Cuando interpretó A tu vera casi despierta al personal. Alguien abrió un ojo como diciendo ‘quién mete tanto ruido ahí arriba’. Sólo los incondicionales se mantuvieron con vida. Los muertos, a medida que podían, se fueron para continuar muriendo en casa, tumbados. Pantojazo. Hubo un tercer cambio de vestuario. Pero nada. Ni que se pusiese en pijama. Definitivamente, en el segundo tramo del concierto, Pantoja se hizo más llevadera por televisión, con un mando en la mano.

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