Es uno de los lugares que los ourensanos escribirían con mayúsculas, pues es el punto de encuentro por antonomasia. Se ha colado en el subconsciente ciudadano hasta el punto de que llamándose parque de San Lázaro, ha devenido en 'El Parque', a se

La zona noble de los espacios públicos

El Parque de San Lázaro es uno esos pocos lugares de los que todo el mundo tiene algún recuerdo personal; pequeñas o grandes historias vinculadas a este espacio, histórico y señero, que ha venido acompañando el devenir de la urbe en la que está enclavada.
Inicialmente fue Campo de San Lázaro, sede de la feria de Ourense, que luego fue llevada a Os Remedios y más tarde a O Ribeiriño, hasta su desaparición. En la parte superior tenía la capilla dedicada al santo que le da nombre, probablemente construida en auxilio del lazareto ubicado en el lugar, pues el santo estaba especializado en el auxilio de quienes padecían dolencias infecciosas. En el siglo pasado fue trasladada a O Peliquín. A cambio, en el año 1923, en las inmediaciones fue reconstruida la iglesia de San Francisco, del siglo XIV, procedente del complejo que los franciscanos tenían más arriba y en el que todavía queda el famoso Claustro de San Francisco.

En la parte superior, aunque mucho más recientemente, fue colocada la estatua de O Carrabouxo, el personaje protagonista de Xosé Lois González, que desde hace décadas publica La Región cada día. Su popularidad le ha convertido ya en uno más, en tanto que representa como pocos la conciencia ciudadana y el carácter de los gallegos comprometidos. Fue obra del escultor César Lombera, que lo creó en el año 2002.

En el centro del Parque está la espectacular fuente que domina todo el recinto, procedente del monasterio de Oseira, en tanto que en la parte inferior, justo frente al edificio que hoy ocupa la Subdelegación del Gobierno, se ubica el monumento al Ángel Caído, de bellísima factura, obra de Francisco Asorey, que fue instalado allí en el año 1951 y es uno de los símbolos del entorno.

En San Lázaro confluyen también las tradiciones, ya que por la festividad del santo acoge la procesión que sale de la iglesia de Santo Domingo y paralelamente el mercadillo en el que se venden las típicas rosquillas, además de otros productos típicos e incluso otros artículos menos tradicionales. Después de los actos religiosos se produce la quema de las madamitas, espectáculo que congrega a centenares de personas fieles a la tradición de la fiesta.

Pero es mucho más, porque si un día constituyó uno de los arrabales de la ciudad, hace ya bastantes años que es centro neurálgico de la vida ciudadana. Su entorno constituye uno de los polos de la actividad económica, con entidades bancarias, sedes de empresas, instituciones y comercios, que le confieren un gran movimiento. Es, también, lugar de paso de la zona nueva y más pujante, situada en su entorno a partir de las calles Juan XXIII, Xaquín Lorenzo, Bedoya o Valle Inclán, además de Cardenal Quevedo, hacia la ciudad antigua, a las que da entrada desde el Paseo y Santo Domingo.

Este enclave singular está también en el subconsciente de varias generaciones por el componente personal que ha jugado a lo largo del tiempo. Incluso a la hora de clasificar socialmente a los jóvenes asiduos. Durante una parte de la segunda mitad del siglo pasado, cuando los móviles e internet eran ciencia ficción, la relación y las pandillas tenían mucho peso en la diversión cotidiana Los dos sectores juveniles más importantes se nucleaban en torno a la Alameda y el Parque de San Lázaro, respectivamente. Eran, por tanto, de la pandilla de la Alameda o del Parque, según fuese su adscripción afectiva.

Había diferencias, pues la segunda solía acoger a los chicos de clase más alta o al menos la que tenía más posibles, los señoritos, aquellos que ya se habían enganchado al tren de la ropa de marca y tenían aficiones como el esquí o el tenis, al que jugaban en el club al que pertenecía la familia. Los de la Alameda, en cambio, eran gente más de barrio, de calle. En la historia de las pandillas hubo nombres que se hicieron famosos en ese ámbito; líderes respetados y/o temidos, que eran los gallos de aquel nutrido gallinero.

Pese a que las diferencias eran evidentes y el desdén mutuo, la sangre no llegaba al río; más bien la belicosidad transitaba por el ámbito de lo verbal y lo teórico, aunque en algunos momentos la disputa pudiera parecer mucho más seria.

En el San Lázaro despertaron al amor muchísimas parejas de adolescentes, que se acomodaban en las zonas más discretas y apartadas de la masa. Las concentraciones juveniles fueron moviéndose con el tiempo, hasta tomar posesión de la entrada a las galerías de la parte superior y su entorno, muy cerca de la calle Cardenal Quevedo. Todavía se mantiene, como evidencian las decenas de miles de cáscaras de pipas, junto con restos de otras golosinas y colillas de los primeros cigarrillos con los que algunos juegan a ser mayores antes de tiempo, desafiando la cruzada oficial contra el tabaco.

La caída de las cafeterías del flanco sur, dio al traste con las terrazas en las que muchísimas personas hacían relación delante de un café o un refresco. La fuerza de las dependencias callejeras de los locales hosteleros se pasó hacia la parte superior (este), donde la clientela aprovecha el tiempo agradable, reservado a los fumadores empedernidos cuando el ambiente se vuelve inclemente.

Todos son observados de cerca por O Carrabouxo, también fumador empedernido, que con su sempiterno pitillo en la boca y su pucha calada es testigo mudo de lo que allí acontece y de tantos viandantes que pasan de un lado a otro.

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