MANUEL URGENTE DE OURENSANISMO

Cuando las barbas del hipster veas cortar

Si en los 90, con la explosión de los champús frutales, nos forzaron a ir oliendo a yogur de albaricoque, tampoco pasa nada porque ahora la cara te huela a gintonic con lima. 

Ya ningún hombre va a la peluquería. Vuelven las barberías. O lo que es más preciso: han tomado las barberías. Ellos. Los de las barbas bíblicas, la música rarita, y la ropa de segunda mano. Después de hacerse con los viejos restaurantes y llenarlos de letreros escritos en pizarra, y de esos tablones-carta gigantes -que el otro día se me escurrió uno de las manos y maté a un camarero-, han logrado también sembrar el despiste en la última gruta sagrada que la posmodernidad había dejado a los clásicos más rancios: esos establecimientos de viejo donde el barbero aún era capaz de cortarte en silencio, que es el corte en el que menos sufre el pelo. Ahora están ellos también las peluquerías de toda laciudad. Te los encontrarás. Y juegan al despiste. Y hablan un montón. Y parece que ya nadie quiere ser como James Dean -lo lamento, chicas-, sino como Bud Spencer pero en limpio y con gafas bien gruesas.

LA ESTÉTICA DE LOS 60
Las nuevas barberías hipsters están plagadas de réplicas de la decoración y el instrumental de las peluquerías más añejas del pasado siglo. Están dispuestas de una forma tan minimalista y detallada, que resulta fácil descubrir la trampa. Ningún barbero de hace cuarenta años tenía esos suelos inmaculados, ni esas paredes tan blancas, ni escribía los modelos de cortes de pelo en una pizarra. Tampoco habría ninguno suscrito a JotDown; y en eso salíamos perdiendo, por lo grotesco de la colección de tetas de peluquería de los 80, que lo más intelectual que se podía leer en el barbero eran las instrucciones del bote de polvos de talco. En todo caso, el menú de cortes y recortes es un invento moderno. Antes uno se cortaba el pelo o no, pero no andaba mareando al peluquero esgrimiendo una carpeta llena de recortes de sus cantantes favoritos de la escena indie británica.

LA PEQUEÑA TIENDA
A la ola hipster hay que reconocerle su ayuda indispensable en la recuperación de la tienda de barrio, a la que han dado la vuelta como a un calcetín, pasando de ser lo más olvidado de la calle a convertirse en referencia de la modernidad. Aplaudo sin fisuras este impulso, aunque en las noches más oscuras me asalta la duda: ¿qué pasará con las mil tiendas de alimentos ecológicos, y tradicionales cuando la rueda de la moda dé el siguiente giro y diga que lo que realmente distingue a la crema de la intelectualidad son las latas de conserva? 

Si últimamente, en las cafeterías, podíamos ver las barbas frondosas y gigantes, si los bigotitos habían vuelto a inundar las cocinas de los restaurantes, y luego han llegado más allá, al pequeño comercio, ahora han ocupado su puesto natural: la peluquería. No en vano, quienes han hecho de lo capilar una seña de identidad no podían tener otro final que con tijeras y peines en las manos, segando la azotea al personal. En ciertos casos eso ha logrado impedir que algunos se pongan a los fogones, o agarren la guitarra. Ojalá mi generación hubiera tenido un antítodo tan convincente a la bohemia. Quizá entonces algunos habríamos optado por tener un trabajo, en lugar de dedicarnos al periodismo, las artes, las letras, y otros vicios del malvivir.

VUELTA A LO AUTÉNTICO
Que los hipsters ahora se vuelvan locos por cortarle el pelo a la gente está bien, incluso que estén todos encerrados en un habitáculo inventando cuidados aromáticos para el afeitado clásico del varón, tampoco está mal. Si en los 90, con la explosión de los champús frutales, nos forzaron a ir oliendo a yogur de albaricoque, tampoco pasa nada porque ahora la cara te huela a gintonic con lima. 
Si siguen de regreso al futuro de la tradición, esta nueva hornada barberil logrará que el odioso masaje neuronal que han impuesto las peluquerías unisex desaparezca de los cuidados básicos del cabello masculino. Ese será un gran día. Yo estoy muy a favor de que la gente se haga masajes donde quiera, siempre y cuando respeten los cueros cabelludos de los demás. El objetivo del cráneo es proteger la patata para que nadie pueda hincarte los dientes o los dedos y armarte un cisco ideológico. Y esos masajes capilares tan modernos, además de no contribuir en exceso a la higiene del pelo, revuelven peligrosamente las ideas. En Santiago de Compostela, el otro día, me hicieron uno tan fuerte e invasivo que, nada más acabar, se me había olvidado el PIN de la tarjeta de crédito y parte del nombre de mi mascota favorita. 

Lo de las barberías de antaño no es más que parte de un proceso global de vuelta a la autenticidad, me explican mis amigos hipsters. Están convencidos de que han llegado para salvar a la civilización, y de algún modo hay que admitir que están contribuyendo a la búsqueda de la belleza, por más que su carácter estéticamente mesiánico termine por resultar un poco cargante. Dicen que ahora por fin las canciones suenan como antaño -chasquidos de vinilo incluidos-, las manzanas saben a manzanas, de las lechugas interesa solo lo genuino, sus brotes, y las tortillas están hechas con huevos, pero "con huevos de verdad". Y tienen razón. Suspongo que hasta ahora estaban hechas solo con cierto arrojo. 

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