Esos hombres que alumbran los bares

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photo_camera "Un whisky por favor".

La educación, el temple y el momento oportuno. Una ciudad española es tanto como lo son los hombres de sus bares, los camareros de sus restaurantes. 

Capaces de condicionar hasta el extremo la fauna que lo visita, marcan el tono y. A un dueño bueno y sonriente, clientes buenos y sonrientes. A un camarero barrigón, clientes entrados en carnes. Y a un barman enfadado, clientes enfadados. 

El impacto de la hostelería en el turista es gigante, y cuenta, sobre todo, a favor. Por eso ya he escrito que Ourense es ciudad acogedora. Lo es, en gran parte, en la medida en que los son sus camareros.

MUERTE LENTA

Agosto declina en las terrazas antes que en las luces que sangra el cielo en el crepúsculo. Se tornan ocres los atardeceres y las aves atestan los árboles altos, cada día más temprano. 

Y en las terrazas nacen calvas y ya hay sitio para cenar en los restaurantes, y parece que la histeria del verano da un respiro a la hostelería. Que la felicidad que ofrece una cafetería a rebosar contrasta con el dolor de cabeza que eso supone para quien tiene que atender, uno a uno, a todos los que esperan sus cañas, sus pinchos, sus tapas, sus cartas. 

MIL RAREZAS

A menudo se habla del carácter del camarero, bueno o malo. De su capacidad para hacer que el cliente vuelva al bar -algunos clientes somos fáciles-. Pocas veces, sin embargo, ponemos el dedo en la llaga en el pollo de barra que desea enredar. Que se sienta, ya con el gesto cruzado, y pide una carta y protesta, y pide una tapa y protesta, y pide la prensa y protesta, y pide la cuenta y protesta, y se despide y también protesta. Gente, en fin, que podría hacer de este planeta un lugar estupendo simplemente con el breve detalle de cerrar la boca. Algo que por otra parte tampoco alteraría en exceso el ecosistema, y ni arruinaría a nuestra civilización. 

Como mil clientes, mil son las rarezas. Mil las paciencias que han de tener los chicos de la barra, o los que portan esas fuentes rebosantes de felicidad desde la cocina hasta las mesas. Y atienden con una sonrisa, incluso cuando llueve. Y aquí, además de una sonrisa, una palabra, breve y respetuosa, de aliento, de complicidad. Que no es estrategia, sino naturalidad. 

DEJAR PROPINA

Costumbre de cortesía, la propina mide como nada la satisfacción de cliente. Es esta ciudad de generosas propinas, de quien puede permitírselo y de quien no, y eso dice bastante sobre la importancia de la atención en los bares, los pubs, y los restaurantes. La propina ha de dejarse con la suficiente destreza como para que no se entere toda la ciudad, pero haciendo el ruido suficiente como para que no quede al albur de quienes se dedican a sisarlas.

CONVERSACIONES

La charla entre el cliente y el camarero está siempre enriquecida de silencio, al contrario de lo que ocurre en esas mesas llenas de palomas cacareantes. En el silencio, a menudo, se encuentra lo más inteligente de la conversación. El cliente se distrae con las motas de polvo del bar, y el camarero mantiene largas charlas sin descuidar ni un instante su cometido, siempre atareado entre cafés y cervezas, y limpiar esas mesas que algunos dejan tan sucias que casi se las podría llevar y lavarlas en casa. Habilidad innata del camarero, la de mantener al tiempo diez conversaciones, en esquinas diferentes y con clientes diferentes. Envidio esa capacidad, yo, que no logro centrarme ni en una sola, cuando el interlocutor se va por los cerros esos de cuyo nombre nunca logro acordarme.

PEDIR LO QUE NO HAY

Purgatorio particular del que está detrás de la barra es eso de explicar, una y otra vez, que no tiene lo que no tiene y que solo tiene lo que tiene. Dicho así puede parecer un poco lío, pero en realidad es muy sencillo: solo hay lo que hay. 

Frecuentaba el Café Ópera Prima coruñés, cuna de casi todo lo importante que me ha pasado, un tipo que solamente bebía horchata. Ignoro si Chufi o si Chofi. Preguntaba, atento y nervioso “¿Tienen horchata?” y Óscar, paciente como pocos, respondía cada día “No tenemos horchata”. La insistencia de cliente -cada tarde- no siempre obra el milagro de que aparezcan cosas que no hay. En defensa del bar diré que, en efecto, jamás hubo horchata y eso incapacitaba bastante al camarero para servirla a los clientes que la demandaban, por más que lo hicieran con esa insistencia tan particular del pollo de barra.

TIRAR LAS COPAS

Tenemos los torpes la horrible manía de romper cosas. Lo hacemos sin querer y cuando nadie se lo espera. Arrastras el abrigo sobre la mesa y tumbas esos vasos de tubo que cuando se rompen, siempre parece que a alguien se le ha caído al suelo una lentilla. 

A veces intentamos evitarlo centrándonos en no romper nada y entonces es peor. Porque de la tensión siempre sufre la calamidad. Y en cuanto te descuidas, estamos empujando a la ruina un cenicero o, peor aún, golpeamos con fuerza la puerta, que no se abre empujando, sino tirando. O al revés. La puerta siempre se abre al revés de como lo intente un torpe. 

Cima de torpeza máxima es romper platos en los restaurantes. El plato, al tener una base mayor que las copas, es muy difícil de tirar de un manotazo, y casi hay que proponérselo. Por supuesto, si te lo propones, lo consigues. No es imposible romper platos, aunque hay un montón de gente que nunca ha roto un plato. Pero sí es mucho más complicado que ocurra por apoyar el codo, pinzarlo, y finalmente dejarlo caer al abismo del bar. Lo hice el otro día en un restaurante céntrico y el camarero me ovacionó por mi pericia. No cualquier idiota está a la altura de una ruptura así.

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