Cartas al director

Día de playa

Hoy es la primera vez que me acerco a la playa a darme un baño en este verano de mediados de agosto, y como en todas las otras ocasiones pasadas, soy incapaz de entrelazar dos líneas seguidas. Y eso, que aquí y ahora, en plena pleamar, entre las rocas cobijado, hay motivos más que suficientes sobre los que se pueden articular varios y variados escritos. Por azar encontré la única forma de parecer flaco; estar rodeado de dos familias domingueras muy gordas.

Eché de menos la sombrilla, pues acostumbrado a tanto sol no estaba. También un gorro o visera me aliviarían y distraerían un poco de tanto sol molesto y justiciero.

Decido calar la temperatura del agua y mojarme los pies un poco paseando por el agua. Allí mismo, en donde las aguas empiezan a retroceder, dos hombres jóvenes juegan con sus hijos de unos 4 o 5 años. Están haciendo castillos de arena, aunque uno se empeña en hacer una piscina mismo al lado y a ello se pone entusiastamente, mientras el otro le indica traiga más agua y más rápidamente que  peligran las paredes recién levantadas y se caerán. 

Me paro un momento, viéndoles trabajar tan de chirinola y febrilmente, acalambrados de coraje,  solo unos pocos metros uno alejado del otro. Estoy viendo que los papás se lo pasan mejor que los niños. Echo a volar para los dos.

-Todos llevamos un niño dentro, aunque nos pese. Me dice uno.

-Sí. Pero hubo que esperar a tener treinta años. Me dice el otro también sin pararse y con una mirada sonriente.

Los dejo seguir dale que te pego, con inusitado interés y denuesto, todos contentos y alegres, pensando que los niños, -tal que ellos-, me han dicho la verdad; y que para eso se inventaron las escuelas. Y sigo mi camino para comprobar la temperatura, que habiendo como hay Nordés estará en su punto en esta Costa de la Muerte.