Opinión

El peor de todos

El tiempo está desquiciado, decía Hamlet. Es cierto también ahora. Cambian las tornas y un neo estoicismo ha inundado los mentideros literarios y los puertos digitales. Atrás queda, opacado, el viejo paradigma del escepticismo crítico (el pensamiento o es crítico, o no es pensamiento en absoluto) de los Maestros de la sospecha. Me pregunto qué ha pasado. Cómo es posible que una remota filosofía romana, establecida en una sociedad de emperadores y esclavos, haya venido a cancelar el principio de realidad expresado por Freud, Nietzsche y Marx. Porque, con todos los reparos que se les pueda poner, fueron ellos y no otros, los primeros en sacudir las elevadas estanterías de la Ilustración para sacar al hombre de su extrañamiento y su complicado juego de máscaras. ¿Acaso vamos hacia atrás? ¿Qué está pasando aquí? Me propongo averiguarlo y me acerco hasta los Vinos, en donde los encuentro, con aire meditabundo, en un bar de hipsters. Están reunidos alrededor de unas tazas de mencía.

-Buenas noches maestros.

-Buenas noches joven. ¿Qué se le ofrece?

Me siento entre ellos y expongo el tema. No nos sorprende, responden a coro. El hombre, explican, es muy estúpido y prefiere someterse a cualquier disciplina o autoridad antes que emprender su emancipación. También para esto que a usted le ocupa...

Bien, eso tiene sentido. Así que me despido y a continuación me dejo llevar cual “flaneur” por las calles de mi ciudad (Ourense es el casco vello o no es Ourense) de vuelta al coche. Sin embargo, no estoy tranquilo, hay un runrún que me carcome. Una emoción incómoda que desea empoderarse. Me pregunto silenciosamente si, al modo neo-estoico, debería yo también participar de esta moda. Optimizar, producir, gestionar. Saltar disciplinadamente a través de un aro en llamas. Ser, como dicen por ahí, mi propia marca.

Lo pienso un poco y creo que no. Prefiero captar mi propia humanidad antes que convertirme, o no, en una exitosa criatura posthumana. Prefiero revelar mi conciencia a la intemperie. A ver qué pasa.

Regreso a mi casa bajo un cielo estrellado y observo que tu insta está activo ahora. Es posible que nadie escuche mi parlamento esta noche, al modo solitario y especular de los personajes de Shakespeare (ese sí que es un maestro) pero voy a los stories y decido colgar mi último cuento. Time is out of joint, me digo. Mi tiempo está desquiciado. Pero quizá lo leas, todavía dispongo de 24 horas.

“Es una región de belleza deslumbrante. Allí donde el continente se encuentra con el mar, los acantilados y las playas se pierden hasta donde alcanza la vista. Hay un vapor fino flotando en el aire y una luz dorada, en tal cantidad, que pareciera que procede de dos soles y no de uno solo. 

 También hay gente por doquier que parece feliz. Mi acompañante y yo seguimos la línea de la costa visitando las colonias que se agrupan en los promontorios. Todo parece muy cercano y, sin embargo, algo atrapa nuestra atención en estas distancias relativas. A unas brazas de la orilla, en una plataforma artificial sobre el mar, han instalado una atracción. Se trata de algún tipo de mecanismo eyector que lanza al público por los aires. 

 -Vamos, ¡tenemos que probarlo! -me dice muy exaltado tirando de mi brazo-. 

 Yo calculo la caída de los cuerpos hasta el agua y apunto mentalmente treinta o quizá cuarenta metros. Pero no puedo negarme a acompañarlo, ni tampoco apartar mi vista de la máquina eyectora que no cesa de expulsar regularmente los cuerpos hacia el mar, como el chorro programado de una fuente. 

Sin embargo, al acceder a la plataforma me sorprendo de lo precaria y provisional que es la atracción en sí. A su cargo está un matrimonio de mediana edad que anuncia con desgana lo siguiente: “La máquina, se ha estropeado”.

-¡Tenemos que arreglarla! -anuncia mi acompañante-.

Y aunque me sienta obligado, no quiero. ¿Por qué habría de hacerlo? Definitivamente, no es mi máquina. Y tampoco deseo ser eyectado sobre el mar...”

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