Opinión

¿Qué pasa monstruo?...

En el trato que a duras penas conseguimos mantener con el ideal de la razón -haciendo todo aquello que sin saber exactamente cómo funciona se asemeja a un juego en las sombras o a un jeroglifo moral- se advierte, con la desagradable crudeza de un pinchazo, la indisimulada consideración que el mundo ejerce con los monstruos y lo monstruoso.

Así, aunque la razón lance su hechizo metodológico sobre las formas del álgebra social (con el afán de un agente benefactor) a menudo no obtiene de ese trato algo más que una exigua colección de calderilla. Eso y una vistosa prolongación del sacrificio de la equidad por la vía del subjetivismo más egoísta. Pongo como ejemplo mordaz a Donald Trump anunciando un baño de sangre en el caso de no ser reelegido presidente de los Estados Unidos.

Un anuncio reciente que no se parece a un simple pronóstico ya que el público que le vota se lo toma literalmente como un hecho.

Pero, ¿por qué sucede esto? ¿Cuál es el motivo por el que Trump consigue ocultar, a la vista de todos, la reapropiación que todo monstruo hace de la realidad? Quizá sea que se salta toda equivalencia. Toda proporción. Es lo que los monstruos hacen. Porque en definitiva de lo que se trata es de dar una respuesta (bramando su exceso) a todos los líos judiciales que lo acosan. Como si encendiera un potente reflector frente al rostro de todo aquel que osara hacerle preguntas. Así que no es solamente un monstruo en la perversidad sino también en la escala de su deformación.

Más. Hoy en la política no solo se recibe bien a los seres hipertrofiados como Trump, Putin o Netanyahu. También hay un espacio rector para otros aspirantes que, rozando la patafísica, ejercen de simples “performers”. No tienen todavía la categoría de monstruos pero hay que darles tiempo. De nuevo la razón tampoco va con ellos. Lo suyo es otra cosa. Ajena a las habilidades sintácticas necesarias para comprender las costuras del mundo pero muy próxima a la sociedad del espectáculo. Dicho de otro modo, no son sastres sino actores. La política-entretenimiento los ha entregado al show para ejercer de modelos o maniquís. Tampoco parece que necesiten excesivamente de los emblemas o de la ideología. ¡Por favor! Más bien lo justo. Lo que sí exhiben impunemente es un cierto tipo de ebriedad semejante (en el tono subjetivo) al arte por el arte. En este aspecto la política muestra su estructura de sentido, únicamente, en el acto de la comunicación. Y así, el espectáculo performativo del que hablamos más arriba nos excluye automáticamente de cualquier intercambio de ideas. Nuestro rol es el de simple espectador. Pero tiene su trampa. Lo que se nos ofrece no es una figura, sino el vaciado de la misma. No hay arte.

También, para estos actores de la nada, frecuentemente chillones y descarados, lo que más les gusta es que les saluden con un ¿qué pasa monstruo?

Es a lo que aspiran. Pueden probarlo.

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