Opinión

¡Ya está aquí!

Ya está aquí, ya se acerca, la condenada primavera. Cabalgando en su corcel entre un ejército de flores. Inclinaos ante la reina porque ha venido a morderos el sexo-corazón y suyo es el indulto y la metamorfosis. El nardo y el jacinto, la glicinia y la begonia, los elegantes lirios han proclamado su edicto: que el más ligero de los espíritus sea también el más profundo. Y que la indolencia transforme en espacio protector a todos los desórdenes que nos manejan. Se trata de abrazar el vacío.

Todo aquél que ha resucitado en primavera sabe de algún modo (o lo intuye) que la economía de la vida se reserva un espacio para sembrar la confusión. En primavera todo se vuelve contexto y su coherencia consiste en disgregar o dinamitar (¡bum!) la nuestra propia. Por eso es tan sencillo enamorarse. Porque el pensamiento adquiere una trayectoria errática y no reclama una meta o aspira a la clarividencia. Tan solo está ahí para insistir en la estilización del bucle. Enamorarse es agotador, decía un personaje de Albert Cohen en una de sus novelas. Y tenía razón. Son los síntomas de un cansancio o anemia que ha provocado una fuerza expansiva ante la que no es posible replegarse. Así que todos aquellos rasgos fundamentales de lo personal que exigían pronunciarse (con la insistencia de un mito) retroceden ante el primer beso. Porque allí donde una boca besa a otra boca por primera vez se crea una nueva constelación de astros. ¿Lo recuerdan?

Dejo por aquí lo que me pediste que escribiera: un textito sobre el amor en primavera. Rollo victoriano, como a ti te gusta.

“Mi querido Eugine, no sabes cuánto anhelo tu presencia. Solo espero que tus excelentes ocupaciones en el colegio te permitan leer mi correspondencia. ¡Es tan hermoso lo que estás haciendo con esos niños! Pero no debo distraerme. Tengo que relatarte sin falta los últimos acontecimientos. Hoy, durante la cena, el capitán ha anunciado que a partir de mañana nuestro buque alcanzará por fin el mar de la Polinesia. Y signifique esto lo que signifique yo me alegro enormemente. Porque al menos revitalizará el alma de los pasajeros y también será lo mejor para mí misma, pues temo haberme convertido en la persona más aburrida del mundo. ¡Y tan solo tengo diecinueve años! Eugine, mi querido hermanito, ya no soporto mis vestidos ni mi peinado y, por supuesto, tampoco en absoluto el calzado que he traído en mi equipaje. Así que le he pedido al joven Engels que me ceda parte de su indumentaria masculina con el propósito de cambiar mi aspecto durante los paseos por cubierta. Él ha accedido encantado y creo francamente que si le pidiera su propia barba también accedería. ¡Oh Eugine!, comienzo a pensar que ya no sabe cómo escatimar sus atenciones. Parece tan agotado, el pobre. Los efectos del amor son devastadores, ¿no es así?...

El caso es que si tan solo fuera un poco más alto y fornido -supongamos que la diferencia que hay entre un arbusto grande y un árbol pequeño-, yo misma me colgaría de su camisa para no volverme a bajar jamás.

¡Añoro tanto la visión de un árbol en primavera, Eugine! Jamás pensé que estar rodeada de tanta agua por estas latitudes fuese un motivo para estar tan enamorada. M”.

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