Opinión

El vicio de la piedad

Lo escrito aquí el pasado jueves contentó a muchos y desagradó a no pocos. Resulta que el arte de escribir, que conlleva en ocasiones el riesgo de opinar, se suele regir por la que podríamos llamar Ley de la Parrala; es decir, la Parrala sí, la Parrala no, porque al final la Parrala, madre, te la bailo yo. En realidad creo que se trata de la Tarara, no de la Parrala, pero a los efectos que aquí se pretenden nos vale tanto la una como la otra y nos da lo mismo que esta haya nacido en Moguer o en La Parma según muy acertadamente cantaba y sugería Conchita Piquer, hija, la de los ojos grandes y feroces.

A lo que íbamos, que unos que arre y que otros que so, razón esta por la que he regresado, una vez más, a la relectura de "Los Ensayos" de Michel de Montaigne. Si Don Ramón Otero Pedrayo tenía en su mesilla de noche "Las memorias de ultratumba" de Chateaubriand este servidor de ustedes gustaría de ser acompañado en su último suspiro por el leve soplo, por la suave brisa causada por el roce del aire con una hoja que se pasa al llegar al final de la página anterior de cualquier página de ese libro que les digo y al que de un modo u otro siempre vuelvo. 

Pues bien, ya en la primera línea del primer capítulo comienza don Miguel recomendando que, a fin de templar los ánimos de aquellos a quienes hayamos podido ofender, cuando estos tienen a mano la ocasión de tomarse cumplida venganza por la ofensa recibida, es necesario dar cumplidas muestras de sumisión; tan cumplidas que logren suscitar lastima y piedad en el ofendido porque tal proceder suele dar buen resultado. Aunque por otra parte recuerde, acto seguido y aconsejando también su uso, que la osadía, la firmeza y la determinación, puedan servir igualmente para obtener el mismo y necesario resultado. Montaigne pone varios ejemplos de gran contundencia para validar ambas consideraciones, pero permitan que no se los reproduzca porque el artículo debo escribirlo yo y no mi admirado Monsieur Michel. La condición humana es la que es y lo que unos ven negro, otros lo ven blanco. Así ha sido siempre, así sigue siendo y así seguirá siendo en el futuro, al menos mientras sigamos sometidos a las mismas servidumbres que, nuestros antecesores en ese supuesto dominio de la Tierra que solemos atribuirnos, han estado sometidos. Después ya veremos, o ya lo verán ustedes que a mi no ceo que me de ya tiempo.

El caso es que, según nos es oportunamente recordado por Montaigne, la piedad era considerada como una pasión viciosa por los estoicos; según ellos debemos socorrer a los afligidos pero siempre sin ablandarnos ni compadecerlos, quizá porque la suya sea también parte de la humana y no siempre grata condición que nos distingue. Jonathan Swift, citado aquí el otro día a propósito de la irónica y posible crueldad de alguna manifestación contenida en el anterior artículo, posiblemente hubiese compartido en vida la afirmación de los estoicos. No se olvide que, al fin y al cabo, es autor de opúsculo titulado, ahí les va, "una modesta proposición para evitar que los niños de la gente pobre de Irlanda se conviertan en una carga para sus padres y para y para hacer que sean de provecho para el público". En tal proposición, después de diversas consideraciones que avalan su propuesta, Jonathan Swift concluye que estos niños "bien alimentados, al año de edad son un alimento de lo más delicioso y nutritivo, ya sea estofado, rostizado, horneado o hervido". Cualquier lector atento sabe que lo que el clérigo irlandés está proponiendo no es el estofado de niños sino la necesaria reflexión acerca de las causas de la hambruna que sacudió Irlanda en sus días, la consideración de que, las responsabilidades que los gobernantes y los planes sugeridos por ellos para su desaparición y posterior control, constituían una serie de disparates encadenados que muy poco podrían hacer para erradicar el hambre de modo que la razón, llegado él al paroxismo que puede provocar tal estado de cosas, ante tanto disparate, le induce a proponer lo que propone no para hacer sonreír sino para inducir a pensar de un modo adecuado y lógico con la realidad que lo rodea. 

Nuestros días poco o nada tienen que ver con los de la Irlanda que habitó nuestro clérigo, no olvidemos que autor también de “Los viajes de Gulliver”, amargo y desesperanzado retrato de la condición humana realizado en el siglo XVII, pero que sí tiene que ver nuestra humana condición con la suya y con la de sus coetáneos y que, estos nuestros días, son también o al menos están algo atravesados en exceso en relación con los días que se viven en los países de nuestro entorno.

La ironía puede ser un arma de defensa ante esta realidad de xenofobia rampante que nos acompaña, ante la constante salida a la calle de los pensionistas que justamente reclaman un digno fin de fiesta para sus vidas, de los refugiados que llegan buscando lo que no siempre puede ofrecérseles, de los funcionarios del ministerio de Justicia, de las aspiraciones cataláunicas, en fin, de tantas y tantas realidades para las que ni el recurso del humor empieza a estar ya consentido y sí, en cambio, perseguido hasta desde los tribunales de justicia. Por eso imaginarse a Rajoy revestido de toga, paseando por el Olimpo, es decir, en la inopia, acompañado de vírgenes tan necias como las vírgenes necias de la catedral de Colonia solo debiera hacernos sonreír aunque sea amargamente.

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