Opinión

Mi pequeño paisaje

Existen paisajes hermosos y existen otros que, sin serlo, nos sobrecogen. Algunos hay que nos serenan y no pocos que nos irritan o simplemente nos despiertan unas ansias, en principio irreconocibles e inductoras, más tarde, de irreprimibles deseos de proceder a unas ascensiones que son a todas luces imposibles para nosotros. 

Sabrán de lo que hablo aquellos que hayan contemplado el Monte Cervino desde el lado italiano, que es desde donde yo lo vi, tan alto como un menhir que Obelix hubiera deseado, tan puntiagudo que se entiende que, aquí en donde yo vivo, les llamen pedras agudas a las que, en otros lugares de Galicia les llaman pedras fitas o simplemente menhires palabra que significa, si bien recuerdo, piedra larga; en fin, que hablábamos de paisajes.

Los hay para todos los gustos. Entre mis compañeros de bachillerato orensano, ya saben, en el viejo instituto del Posío, los hay que aman las alturas y se suben a ellas a poco que te descuides. Suelen ser, los que así tienden, hombres de acción y decididos a tocar el cielo con las manos, militares y así, aunque también los hay con una espiritualidad que los lleva a estar lo más cerca posible de contemplar el rostro de Dios, que es algo que persiguen los monjes del Císter, y se suben a los montes no como las cabras, sino como los coroneles y los generales que fueron alumnos del señor Ogando, para luego discutir con ellos si es mejor la cara norte o la sur, nunca si fue la de Dios la que contemplaron o llegaron a intuir.

A mí, en cambio, no me llamaron nunca las alturas. Las montañas más altas a las que ascendí fueron las formadas por las embravecidas olas de los mares, montañas de veinte o treinta metros, que cabalgué a lomos de barcos que ya no existen y hacen así más cierta mi nostalgia. Eso fue en mi juventud e incluso en la vejez de ella, después me apacigüé de forma que ahora amo los paisajes serenos y cambiantes presentes en las tierras que disfrutan de las cuatro estaciones que el año ofrece en determinadas latitudes.

¿Y qué estaciones me ofrecen los paisajes que más puedan conmoverme? Sin duda que las equinocciales y de ellas, especialmente, los que llegan con el otoño: esa luz que el viento del norte posa debajo de las hojas secas de los castaños presente, todavía, en no pocos puntos de nuestra geografía… escasos si se piensa en los que se nos ofrecían hace tan solo cincuenta años, esa luz, consigue estremecerme si ese viento es una suave brisa que llega de modo casi imperceptible.

Hay otra luz que no me estremece así, pero que me maravilla como pocas. Se produce en los bosques que bordean las autopistas que te llevan hacia Vermont desde Boston, en Massachusetts o incluso desde Hartford hasta Mystic, en Connecticut y ya en el mar, precisamente en estos días, cuando los arces y los olmos, los abedules y los liquidámbar se ofrecen dorados o cobrizos, amarillos o rojos escarlata, también como el cinabrio, esplendorosos de modo que todo es como unos sorprendentes fuegos artificiales, una continua explosión de color en la que acabas envuelto como si de un espacio placentario se tratase, flotando en un líquido amniótico que entristece abandonar.

Ahora que los años van imponiendo sus verdades, lenta e implacablemente, voy alterando el pequeño paisaje que me rodea. Empecé sustituyendo las vides por glicinias y jazmines y ahora ya empecé a desistir de los frutales de modo que respetaré y tan solo castaños y nogales, un cerezo o dos, también un naranjo y un limonero. Ya no está uno para andar apañando fruta, vendimiando uvas o cavando las patatas. Así empiezan a rodearme arces, un yingo bilova, un serval de cazadores de los que ya les he dado noticias. Los arces vinieron, uno, de la tumba de Kafka; de la casa de Nabokov, otro; de por aquí cerca el que sobrevive a la entrada de la casa y otro más, rojo, que está en la parte de atrás de ella. Hay más, pero no les aburro dándoles cuenta de mis amores varios.

El caso es que, el otro día, mi hija más pequeña me trajo un liquidámbar que me envió mi hija pequeña. Se lo aclaro, tengo tres, a saber: la mayor que vive lejos, allá en donde solo hay dos estaciones y Maduro está presente todo el año; la pequeña, que viene siendo la segunda, y la más pequeña que llegó cuando yo no era tan mayor como soy ahora pero ya me iba llegando.

En resumen que todo esto viene a cuento de la alegría que produce la llegada a esta casa de otro ser vivo más, capaz de sentir y de comunicarse; según yo entiendo sin tener rubor alguno que me pueda causar el hecho e confesarlo tan paladinamente como lo estoy haciendo. El liquidámbar es todavía pequeño y, de momento, le quedan dos hojas solamente de un color     que se diría apagado cuando tan solo es ambarino, hermoso y ambarino.

Y mientras, al otro lado del alto y pétreo muro que rodea el lugar en el que moro, la vida sigue y la gente sueña independencias e imposibles sin darse cuenta que todo son afanes vanos y que la única verdad reside en la tierra que pisamos. A ella les convoco, amigos míos, si es que hasta aquí han llegado y, si no, también. La vida no se entiende si no es compartida y valorada.

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