Opinión

Uno es de donde viene

Hace semanas que no piso la provincia de Ourense. Y lo noto. No es que me suceda como antes, como hace muchos años, cuando bajaba desde Taboadela a Allariz, pasando por Gundiás, y, al llegar a la altura del Piñeiro, sentía que el pecho se me ensanchaba y parecía admitir más y mejor aire que el que admitía normalmente.

Hoy ya no me sucede así y quizá yo sepa por qué. En Allariz no me esperan más que huesos y cenizas, memoria y apenas recuerdos; pocos, pero intensos. Tengo mucha más memoria de Allariz que recuerdos de ella, si es que la memoria es el conjunto de lo transmitido; es decir, la memoria familiar y colectiva, lo escuchado de los labios de los mayores, mientras que el recuerdo no es más que la memoria de lo vivido durante los breves e intensos periodos de la niñez y de la primera adolescencia, en mi caso pasados al lado del Arnoia.

Soy de Allariz. Lo soy no sólo porque nací allí sino porque mi memoria se nutre de una historia familiar que se pierde en la noche de los tiempos. Una historia, un conjunto de historias, que llegaron a mi a través de mis padres y de mis abuelos. Por esa razón, mis hijas, que no nacieron en donde yo nací son también alaricanas. Alaricenses creo que se dice ahora. No se preocupen, ya se dirá de otro modo.

Así que uno no es de donde nace, al menos exactamente, sino de donde viene. Yo soy de Allariz, exactamente. Hay excepciones a esta regla, faltaría más, pero hoy ni nos importan, ni vienen a cuento, ni nos interesan. Quizá otro día.

Mutatis mutandis mi infancia y mi adolescencia alaricanas fueron semejantes a las de mis padres y, las de ellos, fueron similares a las de mis abuelos quienes, a su vez, las habían tenido muy iguales que las de quienes habían sido sus padres. Hasta entonces, hasta mi primera juventud, el mundo había caminado despacito. Después echó a correr. Todavía no ha parado. Lo ha hecho de forma que la juventud de mis hijas mayores ya ha tenido poco que ver con la mía y la de mi hija más pequeña ya poco tiene que ver con la de sus hermanas.

¿Hará falta que señale diferencias? ¿Cuántos receptores de radio había durante mi niñez? ¿Cuántos televisores? ¿Cómo había que hacer para hablar por teléfono, quién se acuerda ya de las horas de demora? ¿Qué tiempo tardaba el Auto Industrial en recorrer los ciento un quilómetros que separaban Ourense de Pontevedra? ¿Cuánto el Villalón los existentes entre Ourense y Allariz?

De tener que hacer girar una manivela para pedirle a una telefonista que te pusiese en comunicación con otro número de teléfono a llevar un IPhone en el bolsillo hay un mundo de distancia. Pero no es esa la mayor distancia que separa mi infancia de la de mis nietos.

Ahora hace unas semanas que no contemplo el curso del Miño, desde lo alto de la autopista, después de cruzarlo por el puente del Barbantiño hasta perderlo de vista, una vez superado el seminario que fundó el obispo Temiño del que se dice que era tan bueno como túzaro e integrista. Túzaro no sé, pero integrista lo fue mucho.

Por eso no sé si, por estas fechas y al igual que viene sucediendo todos los años, desde hace ya bastantes, estará ya completamente vestido del amarillo el paisaje en el que Ourense se enmarca ahora y se define a causa de la invasión de mimosas que viene rodeándolo, poco a poco, pero de modo imparable, invasivo y cierto, progresiva y sorprendentemente, desde mi lejana pubertad, desde cuando todo él estaba cubierto de acebos y sobreiras, de érvedos y de carballos al tiempo que los amieiros poblaban las orillas del río que refulgía en los caneiros y que ahora baja solemne y perezoso como un koala camino del embalse de Castrelos.

Entonces, cuando los remolinos se tragaban a los bañistas descuidados, los niños sabíamos lo que eran las salamandras y los tritones, los ruiseñores y las ranas, veíamos vacas y caballos, y habitábamos en medio de un paisaje que venía siendo el mismo desde hacía cientos de años. Era el mismo paisaje que había sido contemplado por nuestros abuelos y los abuelos de nuestros bisabuelos.

Había mucha pobreza, entonces, es cierto. Pero no la había habido en los siglos XVII y XVIII, cuando se construyó la fachada del Obradoiro, se levantaron los campanarios barrocos de las más de nuestras iglesias, se construyeron no solo los pazos sino también las solemnes casas de piedra en medio de nuestros campos de cultivo, esas que todavía sobreviven a los tiempos actuales y es posible contemplar en lugares tan hermosos como Seixalvo, aquí mismo al lado.

Es cierto, sí, que había mucha miseria. Tampoco es mentira que nuestra provincia tuvo momentos, largos momentos, en los que producía ella sola más electricidad que todo el resto de España junta y que sin embargo era la provincia española con más pueblos sin electrificar. Todo eso es cierto e incontestable.

Sin embargo no es mentira que entonces los ríos bajaban limpios, que el paisaje tenía la autenticidad y la pureza de lo autóctono, la fauna era la que nos correspondía, en los ríos había sábalos y anguilas, lampreas y salmones, las vacas tenían los cuernos en su sitio y el toro Miño, un semental de gran tamaño, nos asombraba a todos una vez que hubo una feria-exposición en el Posío y los carteles lo anunciaban como progenitor de cinco mil becerros

Todo ha cambiado desde entonces. Para bien en la mayoría de los casos. Pero los niños ya no juegan en las calles, se han esfumado las salamandras y los tritones, no se ve una perdiz, han desaparecido los jilgueros, apenas se ven lagartos, nadie se acuerda ya de lo que es una donosiña o un teixugo y el mundo es ya otro; de modo que empezamos a soñar un futuro en el que todos los animales que poblaron nuestra infancia regresen para vivir en medio de los mismos árboles de entonces o nadando en los fondos de nuestros ríos más audaces.

Es así como empezamos a sentir nostalgia del futuro. Nos sucede así porque el futuro está en el pasado y, de él, solo podemos hablarles a nuestros hijos como algo deseablemente vivo que de forma lamentable está por completo muerto.

Y a partir de esta realidad, ¿qué memoria es la que podemos transmitir que case con los recuerdos que puedan guardar quienes nacieron en un mundo que ya nada tiene que ver con aquel del que procedemos los más viejos de la tribu? ¿Por que viejos ya somos y esto sigue siendo una tribu, o no?
 

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