Opinión

Aquellas pantorrillas femeninas

Ahora ya no se ven murrias. Puede que sea debido a que los pantalones son ahora una recurrida prenda de vestir que también utilizan las mujeres, no solo los hombres y, tal circunstancia, ayude a velarlas a nuestra vista concupiscente y pecadora; al menos en mi caso, puesto que siempre me gustaron mucho las mujeres y mirarles a las piernas con o sin descaro. 

Recuerdo, a estos efectos, unas clases de urbanidad que nos dio Melquiades Arce en el desaparecido Colegio Menor. Espero que por los menos unos cuantos de ustedes lo recuerden pues, amén de educador en el desaparecido centro educativo, sito allá arriba en el Campo das Mercedes, en donde hoy se ubica una residencia de estudiantes, Melquiades fue concejal ourensano y algún cargo debió tener en la Caja de Ahorros Provincial dirigida por Caito, por Ricardo Martín Esperanza, el que tantos favores hizo según iba caminando por la Calle de El Paseo.

Melquiades nos enseñó a vocalizar, señalándonos perfectamente la diferencia entre esto y vocabulizar, a base de dos ejemplos que recuerdo a la perfección pero que todavía no sé si vocalizo o vocabulizo por lo que, desde entonces, me abstengo de pronunciarlos, a saber: ma-ja-de-ro y me-mi-to. ¡Ah, que orgullo y qué tranquilidad haber aprendido aquellas cosas!

Amén de extremos como este, tan relacionados con la prosodia y la fonética, nos explicó que un caballerete de nuestra edad nunca debería subir las escaleras de una casa familiar, una institución pública o privada, incluso las de un graderío de un campo de fútbol como podrían ser las de Stadium del Couto, también llamado José Antonio, haciéndolo detrás de una señora, pese a lo mal visto que estaba entonces el hecho de que las señoras fuesen al fútbol, nada que ver con lo de ahora. ¿Por qué no debería hacerlo? Pues porque la señora se podría sentir molesta al sentir posada en sus hermosas pantorrillas la ansiosa y concupiscente mirada de ese joven.

¿Cómo proceder entonces? Pues de forma muy sencilla, subiéndolas dos escalones por encima de los que ella fuese ocupando, cediéndole a ella el lado del pasamos y ocupando el contrario para evitar tener que darle a ella nuestra espalda en una actitud considerada poco fina. Ya ven que cosas se nos enseñaban entonces a los rapaces. Confieso que practicar tal enseñanza educativa no fue nunca de mi agrado y que, desde entonces, empecé a considerar las pantorrillas femeninas objeto de contemplación interesada. ¡Ah, qué tiempos los de entonces!

Venía todo esto a cuenta de las murrias. ¿Qué eran pues las murrias? Algunos las recordaran dibujando curvas en las piernas de sus propias abuelas, cual viene siendo mi caso, pues así yo las recuerdo en las de la mía, tal que en un ventanal flamígero como el de la fachada norte de nuestra catedral, ascendiendo hacia las rodillas o, si ustedes lo prefieren, descendiendo hacia las canillas, entreverando de rojo o de castaño la blanca piel que velarían las medias antes de que sus propietarias saliesen a la calle, camino de la novena a la Virgen o del rezo vespertino del rosario.

Ya no se ven murrias ni varices, ahora las operan o se tratan, según creo, activando la circulación periférica de la sangre que, seguramente, sea la causa de que se produzcan cuando esta es deficiente. Con esto igual sucede lo mismo que con las sardinas que, un año, son muy malas para el colesterol sanguíneo y, al siguiente, un estudio demuestra que, bien por el contrario, son beneficiosas gracias al omega-tres; es decir, a un compuesto milagroso, abundante al parecer en el salmón, que lo cura casi todo y funciona a pesar de que, al salmón, lo coloreen casi de naranja con otro compuesto que no debe ser bueno para casi nada. El caso es que ahora no ven las puñeteras murrias que, por cierto, no sé cómo se llamarán en castellano.

Espero no haber desvelado ninguna intimidad familiar por haber dicho que mi abuela las tenía. Tampoco ninguna convicción personal si ahora recuerdo que siempre se las atribuí al abuso del brasero, a tantas horas que entonces se pasaba la gente acogida al calor retenido por las faldas de las mesas camilla, calcetando o jugando a la brisca, desgranando las cuentas del rosario o escuchando “el parte” de Radio Nacional entonces tan de precepto como santiguarse al entrar y salir de casa, al pasar por delante de una iglesia o, incluso, al decir ¡jesús! después de que alguien hubiese estornudado. Con todo y con las murrias, también pese a otros pesares, aquellos fueron unos dulces tiempos. Acaso porque aún fuésemos niños.

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