Opinión

Los árboles que tapan el bosque

Aunque valoro el acuerdo que alivia la crisis del transporte, me preocupa que, una vez más, el Estado pague el coste de los desequilibrios, disfunciones, abusos, acaparación monopolística y vulneración de las leyes que genera el sacrosanto mercado, así como la perpetuación del insostenible modelo energético actual. 

Me preocupa la aparente falta de estrategia y de un marco ideológico que contrarreste la virulencia doctrinal de la derecha política y económica, que exige ese mercado libre y desregularizado en el que pocos –cada vez menos y vulnerando groseramente sus propias leyes de competencia mediante prácticas y acuerdos no formales, como el de las comisiones bancarias que todos conocemos– acaparan riqueza y esquilman recursos, para que el Estado pague después los desastres que provoca el modelo.                                               

Por supuesto no es un problema que pueda resolver unilateralmente nuestro Gobierno porque es toda Europa la que está afectada. Pero las soluciones –incluso las puntuales– deberían ir apuntando a un nuevo orden económico y energético. 

En este asunto concreto del transporte se dan circunstancias muy inquietantes. Al no atacar la raíz del problema, nada garantiza que en unos días no vuelva a saltar todo por los aires. A saber:

–No se controlan ni cambian los mecanismos de formación del precio de la energía y los combustibles.

–No se interviene fiscalmente sobre beneficios abusivos, sino que el Estado reduce sus propios ingresos rebajando impuestos, rebaja rápidamente absorbida con nuevos incrementos de precio.

–Los altos beneficios y la fiscalidad laxa desincentivan la transición a un modelo energético y ambiental sostenible.

–No se atacan prácticas monopolística de trust de transporte (minoritarios en número y mayoritarios en facturación) que imponen condiciones a pymes y autónomos.

–No se articulan normas como la Ley de la Cadena Alimentaria, aprobada en el Congreso, sorprendentemente –o no tanto– con el voto en contra de PP y Vox, que prohíbe vender por debajo del coste de producción.

–Si bien resulta inquietante un acuerdo bajo presión que no aborda soluciones estructurales, es positivo que el Gobierno no ceda más aún a la presión de la derecha para seguir bajando impuestos: Una subvención acaba cuando desaparece la causa que la genera, pero un impuesto que se baja o se suprime descapitaliza el Estado al que luego se exige todo tipo de apoyos y subvenciones.

Aunque que hay que abordar estos problemas puntuales para que no desborden, un Gobierno que –como dicen pomposos tertulianos– “piense más en las próximas generaciones que en las próximas elecciones”, no debiera obviar el bagaje teórico/ideológico que debería guiar una gobernanza encaminada desarrollar un nuevo modelo económico más equilibrado y sostenible.

La actividad económica no es un fin en sí mismo, sino un medio para generar progreso, bienestar y todo aquello que de un modo general llamamos felicidad. De manera que medir su éxito o eficiencia en términos de producción de riqueza sin considerar cómo se produce y como se reparte, o en términos de PIB obviando la virulenta desigualdad de su distribución, es uno de los más grandes fallos del sistema y no puede ser asumido acríticamente por la socialdemocracia. 

La eficiencia o el éxito económico solo se puede medir en términos de producción ambiental y energéticamente sostenible que respete los derechos de las personas, en términos de reparto justo que garantice el acceso a una amplia cartera de bienes y servicios dignos, y –en definitiva– en términos de felicidad per capita. 

El resto es la hojarasca de un  capitalismo asilvestrado que, proclamándose “liberal”, denosta lo público y cualquier regulación de “sus” métodos de producción y acumulación, pero que en cada crisis exije socializar sus pérdidas endosándoselas al Estado para salvar el sistema (el suyo, claro, por eso a sus crisis les llaman  “sistémicas”)

Pues eso.

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