Opinión

Cien años sin soledad

Si cuando los gitanos llegaron a Macondo hubieran llevado la Radio, muy probablemente habrían librado al coronel Aureliano Buendía de los cien años de soledad que siguieron al día en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Conmigo funcionó. La Radio cumple este mes su centenario y desde nuestro ya remoto encuentro y mi declaración de amor incondicional ni un solo día ha dejado de estar conmigo.

En 1972, aún imberbe y con el preceptivo permiso paterno de la época, llegué como “meritorio” –eso que ahora llaman “contrato de formación”, con el que ni se forma ni se cobra, aunque entonces sí… al menos lo primero– a una todavía adolescente Radio Popular, en un modesto entresuelo de la plaza del Generalísimo –hoy, por fortuna, Plaza Mayor– de Ciudad Real, y con un modestísimo cometido: despedir las emisiones a los acordes del himno nacional, declamando con voz engolada aquello de “gloriosos caídos por Dios y por España, viva Franco, arriba España” (naturalmente, me ocurrió lo que a algunas niñas que estudian en las monjas y, como rebelión a tanta gloria, me hice rojo… pero esa es otra historia).

Luego llegué a otra Radio Popular, en otro entresuelo, este en la calle Bedoya de Ourense, encima de la pastelería Miguel, y la vida se puso seria, y el mundo cambió, y la vida se hizo adulta, y el mundo volvió donde solía, y la vida se hizo vieja, y siempre permaneció, nuevo y eterno, aquel amor de juventud.

Si tuviera que hacer una machadiana memoria “de infancia y adolescencia” y que abarcara desde “mi juventud dorada” a “esta segunda inocencia que da en no creer en nada”, me costaría mucho encontrar un solo pasaje de mi vida sin la banda sonora de la radio. Soy “nieto de ondas” de Vicente Marco, Matilde Conesa y Pedro Pablo Ayuso; ahijado de Juana Ginzo y Matilde Vilariño; sobrino lejano de José Luis Péker; primo menor de Luis del Olmo, Iñaki Gabilondo y Martín Ferrán.

Los sonidos de mi vida son “Carrusel Deportivo”, “Matilde, Perico y Periquín”, el “negrito” del Cola Cao, “Ustedes son formidables”, “La saga de los Porretas”, “Hora 25”, la “Noche de los transistores”… y todas las músicas desde Los Brincos a Serrat que enmarcaron –y enmarcan aún, zascandiles e irrespetuosos con la edad– encuentros y desencuentros, lloros y risas, amores y desamores, asombros iniciáticos y hastíos viejos.

La Radio alcanza por estas fechas las solemnidades de su primer siglo. La conocí siendo yo un niño de teta y ella todavía una joven treintañera, y el tiempo no ha cambiado nuestra relación indestructible. Es mi compañera desde cuando nuestras madres intentaban abrirnos el apetito con chupitos de Quina Santa Catalina y con el Pelargón o el Calcio 20 nos iban librando del raquitismo. Y desde Bobby Deglané a Ángels Barceló no recuerdo un día de mi existencia sin la banda sonora de la Radio.

Que estos días se celebre formalmente su centenario es episódico. La vida no se celebra. La vida, se vive. Y la radio es la vida. Mi vida. 

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