Opinión

La amena frontera de Os Tres Reinos

Por esa raya fronteriza seca pero fértil, allá donde el municipio de A Mezquita colinda con el de Vihais, Portugal, nos fuimos en una jornada por demás inundada de sol que en estas invernías que por esas cotas provinciales entre los 800 y 1.000 metros, cuando ya avanzada la mañana, escarchas en las praderías muestran, resultado de la fusión de heladas. El paisaje de tal encantamiento que realzaba cualquier cosa, cuando de tránsito pensábamos lo que nos perdemos, los que de horario libre, amarrados a los urbanos hábitos. Ya los alados comenzaban sus primeros trinos, algunas águilas remontaban, los lameiros rezumaban agua, precipitada y discurriendo por donde en verano escasa, los árboles desnudos, algún tenue ladrido de can y un silencio allá por donde caminaras, prestaban al paisaje como un regalo, de tal grado asumido por los cuatro en camino que el goce superaba la incomodidad de unos pies mojados en la pradería, por ligeros y sin protección. El arrendajo común o garrulus glandarius alertaba de nuestro silente paso a las poblaciones del desnudo bosque, y otra, de la parentela de córvidos, la urraca o pega, dejaba también oír su graznido.

Cuando ya andados unos cuantos centenares de pasos, los charcos del camino nos obligaron a tomar otro derrotero y a pasar el río Cádavos que antes por térreo firme, ahora asfaltado; entretanto, dos de los cuatro admirados de la robustez de un milenario castaño, que aunque hendido por el rayo, su plenitud mostraba. Andados por el chapapote decidimos en el primer camino herboso progresar por él y eso hicimos avanzado por grandes praderías de tan asulagadas, que no preparados de botas hubimos de apartarnos a la ladera montaraz, semiseca y de retamas llena para retomar la asfaltada que, por fortuna agotado el alquitrán, dio paso a una llana pista de tierra entre carballeiras, por poco rato, luego brezales y carpazales cuando pisábamos los mismos lindes fronterizos que ya anunciaban la floresta de lOs Tres Reinos; antes un cercano pico dos Tres Reis parecería más idóneo, en aquellas rayas que mutaban a tenor de las batallas galaico-lusas, a raíz de la secesión de la corona de León, de su condado portucalense iniciada por el autodenominado, después refrendado, rey Afonso Henriques, primer tercio del siglo XII.

Por esta frontera, seca en unos kilómetros, húmeda más hacia el suroeste, apenas se percibe cambio alguno. La floresta debió ser cosa del pasado porque el reino de los brezales apabullante y de los retamales en las orillas de los caminos. Así que la Foresta dos Tres Reis o Tres Reinos la dejamos para una desnuda que asoma hacia el nordeste en el horizonte donde las estribaciones de la sierra de Marabón por aerogeneradores colonizada.

Tiene un algo de atractivo el lugar con un penedo diaclasado e una altura como de 10 metros donde un mojón geodésico señala de un lado España y del otro Portugal y al pie un amontonamiento de columnas que se levantaron poco ha para darle al lugar un halo mítico, como de cultura atlántica, que estos menhires recuerdan a los de la céltica Irlanda.

En pétrea mesa cubierta con mantel, el mismo con el que un remoto día en las nacientes del rio Requeixo, en Prada (Manzaneda), en la pradería extendido hizo de los alimentos como exquisito maná, porque este mantel de la Manuela, de fino brocado, portado por unos hijos que de sus padres devoción hacen, y en este panorama, mejor mesón ni en las quijotescas andanzas pudiere hallarse ni tan soleado o más que los manchegos, comenzamos a saborear unos panes en A Gudiña fabricados al que sobrados honores hicieron unas tortillas a la francesa rellenas de bonito, unos ibéricos jamones que necesidad de cortar no hubo, unos sí patrios quesos como a tales anfitriones del galaico país correspondería, todo regado por cervezas y aderezado por almendrados chocolates. Convenimos que si las bodas de Camacho insuperables, éstas más habrían de serlo por el paraje de sol inundado a lo que el mantel contribuía y el circundante paisaje esplendor daba.

De lento levantamiento de gastronómico campamento, realzado además por los citados cromlech, con la lentitud que acompaña a una más que satisfecha ansia estomacal, la reemprendimos en lusas tierras y cuasi planas entre más brezos que retamas, más praderías que plantaciones de castaños, que a medida que progresábamos empezaron a superar a aquellas, cuando dimos en Moimenta, aldeamiento portugués, con templo neoclásico y barroco popular del XVI, a San Pedro consagrado, por el que ruamos, pero antes por los cuatro molinos en cascada, dejando para otra el románico puente más abajo, sobre el río Tuela, que nace en las Trevincas y que represado hace hermosa a Mirandela, con parada y fonda a cafés, vino y cerveza, con precios aún no por el alza contaminados.

De sol tomantes hubimos de reemprenderla no fuese que el ocaso, itinerantes nos sorprendiese, con pasaje por agro de hectárea de flores aún no brotadas, cementerio siempre apartado de las iglesias como en el país vecino se suele, con un horizonte donde a los talados xestiles sucedían campos de cultivo, praderías, soutos de reciente plantación. Un desparrame visual del que tan gozadores que a veces a tan comunicativos acompañantes la calma se abría para el pleno disfrute de la naturaleza donde solamente el transitorio silencio edulcorado era por algún trino.

Manzalvos fue la fronteriza aldea, ya en galaicas tierras y con Cádavos a la vista; cierto disgusto por pisar asfalto pero mitigado por los tramos de la antigua carretera que la de ahora amplísima y de impecable asfalto. Paradas continuas para admirar el ocaso de un sol que daba a los desnudos caducifolios una cromática variedad de la que emergía la aldea de Cádavos más rojiza aún. Fue como la puntilla de un día en el que el alme sole (benéfico sol) de los latinos, plasmado en el horaciano poema dedicado a la grandeza de Roma, fue más que el protagonista total, el imprescindible.

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