Opinión

Barrio (II), ribera izquierda: herreros, relojeros, zapateros, carniceros, almacenistas…

Jesús, de talleres La Región, uno que llamábamos Chocahuevos porque se decía que enfermo y con fiebre aprovechaba sus calores para incubarlos en la cama

Escribí de la ribera derecha de la carretera (avda. Marcelo Macías), ahora le toca a la rive gauche, o ribera izquierda  que era como más comercial, porque de gauche, divina o intelectual al modo de la parisina, tenía poco y si un mucho de comercial y oficios, que casi todos se hallaban y ogaño ni uno.

Comenzaremos por A Pía, tienda de ultramarinos finos, en la que continuaría una hija del mismo nombre, con el diligente Valentín, su marido, que era también almacén de sal que un hijo, el rubicundo Ramón, regentaba; tenían alquilado otro bajo a un transportista de perpiaños o grandes sillares, que trnasportaban en carro con bueyes y pronto camión, cuyo hijo Nano en la pandilla del barrio, pero menos porque trabajador desde la adolescencia; le seguía el culto y leído zapatero Alberto; Aser era un elegante viajante, casado con una Rial de Cabeza de Vaca, cuyo hijo, del mismo nombre, integrado en el Barrio; casi pegada la carpintería de Manolo Trellerma, donde se formó Pepe Pola, que luego con Muebles Forneiro se establecería, aquel pitillo en comisura, lápiz en  oreja y ojo guiñado, a todo gas en su Montesa Metralla, por puntas o tornillos partía hacia la ferretería Jardín; el chalet Villa Sara, del carlista Luís Rodríguez, Cazón, que lo era y avezado, autor de un librillo de cuentos de sus correrías cinegéticas donde el lobo protagonista, que firmaba como Fidalgo de Paradela, que agencia tenía en la ciudad, y  recibía al pretendiente carlista Carlos Hugo de Borbón y Parma; más adelante el intermediario Ramón enviaba víveres comprados en la plaza y otros proveedores que diariamente embalaba en una camioneta For-8 para los más de cien obreros del salto de As Conchas; el Hotel Madrugas, así dicho por el madrugón, tienda que no posada, que abría antes del alba para despachar aguardiente o licor café a obreros al tajo;  los Carcacía, con un adlátere fogonero de Renfe, que el nombre tomaba de la personalidad del suegro; por vecino de casa los Raña, Jesús, de talleres La Región; uno que llamábamos Chocahuevos porque se decía que enfermo y con fiebre aprovechaba sus calores para incubarlos en la cama; separada la carpintería Rojo, que antes él pinche en el oficio;  el transportista Ansias, a destajo con su mulo y volquete; Floreano Velo, tan servicial como pocos, caballero mutilado, que solucionaba cualquier papeleo del vecindario; Chito Zorelle, el singular, atípico volador desde un árbol cuando fluctuaba en etílicos vapores; el ferreiro Manolo, infatigable en golpear hierro  contra yunque, no daba abasto en aguzar azadas y sachos romos, con ayuda de Luisín, el luego futbolista del Depor; el tallista Fernando, en muebles de comedor especialista, guitarrista de los siempre dispuestos a cualquier serenata, emigrado a Venezuela; el zapatero Pepe, diestro en hacer botas, pegar suelas o coser balones, que cuando minucias ni nos las cobraba;  el Bar Casablanca, icónico salón de baile, de Floreano Velo, que siempre mantenía el orden, y desde donde se fundaría el club de Fútbol; el ferreiro Orencio, de endeble figura, para nosotros incomprensible que pudiese emprenderla a mazazos con el fundido hierro, si no ayudado; su hijo Orencio, maestro relojero, y exquisito joyero, de muy agudo humor e inventiva; la tienda de ultramarinos finos el Cubano, porque de allá retornado, traspasada a las Tanuelas, dos hermanas, ignorantes del sobrenombre; a Manolo se le conocía por Cascarilla, con su hermano Toño, por Cuento, por los que contaba a pasto;  a continuación el  campo del Feijoo, antes llamado Riestra, revertido de serrería en campo deportivo multiusos; donde se levantó la actual iglesia, bajaba la intrépida Teresa Eiriz, primera choferesa que se conozca, al  volante de su camioneta de gaseosas La Granja, porque en terreno de la Granja Agrícola Riestra, la cual el reparto hacía hasta Loiro en una pesada moto con remolque, a la que por empuje de voluntarios se encendía; José Rego, reconocido y probo maestro de obras, que dirigía unas cuantas en el barrio; Antonio “Garabás”, con cárnico mostrador aquí y con matadero en As Carnicerías (Valenzá) donde también expendía, juntamente con unos cuantos: Pera, Lombán; pegada, la gran nave de unos almacenistas, los más potentados, que socialmente constaban como Menéndez y Cía, pero que todo el mundo conocía por Los Aragoneses (se contaba que procedente de la Flor de Aragón, tienda en la ciudad) con los hermanos Adolfo y Anselmo Menéndez, de progenie astur, al timón, que tenía en la fachada pipas o cubas de vino donde los pillos del lugar, contaban, libaban, previo agujero hecho con un birbiquí, que se tapaba y camuflaba para seguir trasegando cada noche. 

Luego venía el desierto del puente sobre los ríos Pontón y Barbaña, allí confluyentes, hasta el Posío con fielato o guardia de puertas, cabe al pabellón Escolar antes de ser demolido para rascacielos de Telefónica; la caramelería Macías por limítrofe de una sastrería; la farmacia de Pilar Boo Gallego, con un mancebo, al que por su flema por farmacéutico se tomaba, y la Ferretería Jardín, de Pepe Doniz y Manolo Dorrego, vecino del camino Villaescusa, hombre de impecable vestimenta y finura.

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