Opinión

Barrio (y III): Cómo fue creciendo con vecinos venidos del oeste y sur de la provincia

Por esa avenida que arbolada fue, como en anteriores crónicas cité, los veranos y aun primaveras conocían las primerizas llegadas desde As Lamas, de Pedriño, así dicho, que con su cojera más rápido era que mediofondista, diariamente por mistos, carallo, como contestaba a los que le preguntábamos siempre lo mismo; en su deambular, coincidente o no, Luisiño de Barbadás, dos pasos adelante y uno atrás, que más de dos horas empleaba desde su pueblo en arribar acá; en la vuelta a sus lares acaso lo llevaría alguien pues nunca le vimos de retorno; en los cálidos atardeceres, bajaba pausadamente el irrepetible Emilio, no sabíamos si de Cabeza de Vacas, As Lamas o Parada, le llamábamos Napoleón, Stalin, lo de capitán Bombilla, porque la llevaba incrustada en la gorra de plato, se lo decían en la ciudad cuando bajaba embutido en una asfixiante guerrera napoleónica, proclamando sus amores a una vecina del cercano Castelo Ramiro; era un singular de lo más pacífico, que fue, más adelante, paseante habitual en la ciudad; había otro no singular pero si escuálido, al que se le suponía más hambre que maestro de escuela, y por demás, enjuto, de quijotesca figura, fotógrafo de a Valenza, que cámara en ristre, se iba a su puesto en los jardinillos del Padre Feijoo; a veces se le reclamaba para algún retrato. Circulaban por el estío a cubierto de los rayos solares por la frescura que los densos follajes de arces pseudo plátanos y robinias prestaban. También bajaba por los calores una joven maestra de A Valenzá, con mucho porte y no exenta de belleza, de la que todos enamorados en la sombra, y a la que si Vinicius y Jobim vieran compondrían otra Garota, eso sí, da Valenzá…pero no éramos ni poetas ni músicos si no ardorosos adolescentes; lo mismo podría decirse de una sobrina madrileña del Cazón, y de otras de Pontevedra, del zapatero Alberto, por unos días de veraneo, que a poco sabían para tanta belleza, nos parecía, y que alegraban nuestros atardeceres.

Por aquellos tiempos Franco inauguraba de una tacada el sanatorio de Piñor y el salto de As Conchas, vestido de militar, como invicto caudillo que era, salpicados los cruces de su guardia personal militarizada, y tramos de la carreta o toda ella patrullados por la guardia Civil de tricornio y capote. Con aquel despliegue no se movía ni el sursum corda.

Cada lustro o menos reaparecían los asfaltadores recubriendo la carretera, arrastrando sus pesados carros bañera con el betún caliente, que un peón, manga en ristre, iba regando mientras otros dos o tres o más lanzaban paladas de fina arena sobre el aun ardiente chapapote, lo que aprovechábamos para untar nuestras zapatillas y darle durabilidad al esparto.

Cada año, a principios del estío, batallones desde el campamento de O Cumial y del acuertelamiento de San Francisco subían de madrugada, en permanente ronroneo, carretera de Celanova adelante, llevando pesados morteros en  mulas, casi todos en alparagatas y buzos con correajes, vigilados o disciplinados en su marcha por alféceres y tenientes a caballo, bajo las órdenes del regordete teniente coronel, que nosotros decíamos Chico, Chico, porque así se dirigía a la tropa ambulante hasta el campo de tiro de Toén. El retorno al atardecer era como más deslavazado.

Gentes venidas desde las tierras de Celanova o a Baixa Limia, y aún las de vecinas aldeas, fueron colmando una barriada en la que sobresalían el salón Casablanca, de Floreano Velo, bar y sala de fiestas en edificio aun hoy en pie y de borrosas letras donde todos los domingos imponentes bailes en competencia, podría decirse, con Las Cabañas en el barrio de O Couto; casas dispersas de una planta, algunos chalets, manzanas en la cuesta como la llamábamos. las pandillas se esparcían por el campo del Feijoo o mejor Riestra dando patadas a cualquier balón, de donde luego nacería el Casablanca CF (donde el entrenador César Silva, Cóser, contaba con los memorables Madriles, portero en Primera; Evaristo, en Segunda; Quico, habilidoso que no llegaría; Luisín, en Primera con el Depor; el contundente Joja, Mascarón, pronto profesional del volante; Pepín, habilidoso emigrado antes de hacer carrera; el muy habilidoso Noliño, al que le decisión paterna encaminó por otra vía;  Parras, que jugaría en Segunda; los Chichos, Iglesias y Boli, que no  hicieron carrera en este fútbol y si en su profesión de bancario y maestro en FP; Bande, en varios equipos de categoría regional, y Bolita, que la haría en el fútbol militando en el Ourense y en Primera…), tras el cual Valerio (que el honor tuvo de que así se llamase el camino por donde vagaba a mediodía), un singular toliño, de interminables carrerillas a pesar de una oblicua cojera. Más abajo, el excéntrico Celso Rego nos hacía sudar empujando en duros remontes, subido él en su carro de ruedas de madera herradas, hasta Parada, con el premio por remolcarle, acomodarse en el carro con balderas, que en temeraria bajada amagaba con atropellar a toda cuanta leiteira o rianxeira de regreso, que yacía por las cunetas volcando lo no vendido; Manolo Carballo, fogueado en el oficio en la peluquería Sol, del Posío, se establecía a medio camino; narrador sin igual, más iba mi padre a cortarse el pelo por lo que le contaba que por la destreza en el oficio, que mucha era.

Un singular Barrio, como otros habrá, que bullía en vida y donde las mujeres, a tenor de la época, llevaban una vida de recogimiento en sus hogares, mientras los varones en sus ocios vagaban entre vasos, cafés, dominós o partidas de cartas, y los golfetes daban también su proyección, sin entender el calificativo al pie de la letra si no que debe traducirse por activos adolescentes y jóvenes, de los que algunos, además del fútbol, organizaban juegos atléticos en el campo Riestra donde Jandrís se intitulaba campeón de altura del año pasado porque por más que incapaz de renovar el título, de eso presumía; una barriada que podía colocar cualquier domingo a docenas de patinetes de cajas de bolas rumbo a Celanova a donde nunca se llegaba, porqué, fatigados, conformes con avistar las cuestas de Vilanova, dábamos la vuelta so pretexto de no llegar a comer a casa. Otro, los menos activos, echaban partidas de julepe o subastado en pleno campo, bajo los sones del impenitente bombardino de un Rego de Moreiras.

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