Opinión

Cuando con amantes de la naturaleza en ella te sumerges

Centenario roble cabe a la iglesia do Xurés, robusto a pesar de ser hendido por el rayo.
photo_camera Centenario roble cabe a la iglesia do Xurés, robusto a pesar de ser hendido por el rayo.

Quedé con tres hermanos, que de tan unidos parecería como si yo insertado a la fuerza, si no que como uno más, de tal conexión que la confianza dio para tantas risas cuantas los desinhibidos, capaces. Dicen que esto de la risa es como una terapia aun para los que de ella no precisan. Viajar con tres dispuestos a valorar todo cuanto paso dan como si agradeciendo a la naturaleza su visual desparrame, es de gran riqueza. Y esto no acontece siempre porque uno aunque habituado en el montaraz medio a caminar con unos cuantos, que, rácanos en expresarse, nunca se pasmarán de lo que ven; son de los que no se sorprenden de nada, como si todo visto. ¡Ay de los que caminan por hermosos parajes y nunca se maravillan!

Salidos desde a Ziralla, como el historiador Puga Brau decía a Allariz, a la espera unos tan predispuestos hermanos Bouzas: Moncho, Nando, Quico, con los que hacia el suroeste, allá donde fronteras las sierras del Xurés, Sta. Eufemia, Quinxo o Anamâo; enfilando Celanova con horizonte limitado por a Penagacha, Monte da Neve, San Cibrao, y, por eso de viajar por autovía, dejando a diestra un río Orille que no se ve y un Arnoia que acaso se vislumbre. A derecha, la torre medieval de Vilanova, y atisbándose Celanova, y al frente, Casal do Bispo, donde la autovía remata, se desconoce si caserío del ordinario (obispo) de la diócesis: continuamos, de paso por Verea que le debe venir por vía o vereda, hacia el alto do Vieiro, que a solo 700 metros de altitud, sea de los más fríos de este territorio, que cuando así, apenas coches con pasajeros al llenado de garrafas de un agua que aun en el estío, a borbotones mana. Bajando hacia la bandesina villa, que cada día más despoblada que polvoriento poblado del Oeste a mediodía, vemos en el horizonte esos recortados Picos o Cornos da Fontefría, das Gralheiras y Fenteira de los que más accesible el primero, a pesar de que más alto, y adonde, si no asciendes, como insatisfacción queda.

Los viajeros, de incesante parloteo, no dejamos de tender la vista hacia ese desparrame paisajístico otoñal. Fue como pasar un embalse a tope, el de As Conchas, bajar hacia Lobios, por el cuasi lleno de Lindoso, ladear a Portaxe, alcanzar Vila, que castillo tuvo, el de los Araújo, en época de inestables fronteras, del que restan algunos derribos y su superviviente depósito para agua, cuál empotrado torreón. Seguidos, que no perseguidos, largo tramo por la Benemérita, íbamos como con pies de plomo, o no tanto porque no pintada raya que pisar. En llegando a Puxedo la pareja de Civiles en otra dirección. Aparcamos en Guende, que se mecía, despoblado, al sol del mediodía, con perezosos y azulados humos por un par de chimeneas evacuados.

De caminata hacia el Foxo do Lobo, despoje de anoraks, como la solaina aconsejaba. El agua discurriendo fuera de las cunetas, los lobos de férrea plancha perforada, de Tono Monteiro, fijados a cada granítico bolo, salpican un ameno trayecto que entre ir y venir poco pasará de la legua. Sorteando alguna charca del más camino que sendero discurrimos, reparamos en plantones de carballos y abedules y algún castaño de difícil arraigo, protegidos de los dientes del corzo por tubos de plástico o tutores. De sorprendente movilidad unos amigos, que a la par que admiraban, manifestaban a cada paso las bellezas paisajísticas y rocosas con tantas y tan variadas formas como si ciudad encantada. Fue como pasados unos cuantos lobo-monteiros, en diferentes posturas desde sus roqueras atalayas: de caza, sometimiento, olfato o aullido, nos apercibimos de una muralla en la planicie que cualquier quijotesco, más andante que caballero, por castillo tomaría y nosotros, sacudida la cervantina impresión, por lo que era: el foxo do lobo de Guende, de esos de cabrita porque el cebo era un caprínido u ovino que con sus balidos atraía al predador, atrapado así por el superpredador. El lobo saltaba en la creencia de que no había muro de la otra parte, porque donde el corderillo, la altura no dejaba ver la trampa. Lo más cruel era que se apedreaba al lobo o se le cansaba, se le ataba y se le traía al pueblo donde se le mataba si no era allí mismo, lo que me trajo a la memoria como en el Foxo de Barjacoba (Zamora), ovalado, completo, rematado por tejadillo de pizarra, donde apresaban al lobo, le ponían una a modo de estaca en la boca y atado lo llevaban con gran séquito a la aldea donde juzgado, y raramente indultado, dada la real o supuesta mortandad en sus rebaños.

Menos tiempo en el retorno que en la ida dio para contemplar otro paisaje: las artificiales lagunas de As Conchas y Lindoso, la aldea de Albite donde un vecino, O Boi, capaz de cubrir a más de cien para tener otros tantos hijos, o eso se decía.

A manteles, aunque la solana invitaba al mejor de los mesones, el campo, del que no se gozaría por no aprovisionados, y sin otro remedio que acogernos de un frío, que sentido en la umbría, entre cuatro paredes con menú.

Aun con sobremesa, tiempo hubo para allegarse hasta la fervenza da Frecha, que desde el mirador, incompleta, y para vislumbrar el tramo de la romana Vía Nova, a la vera, los vapores de las aguas de Riocaldo, y aun para subir al mirador desde la más que ermita de Nossa Senhora do Xurés, libar de sus frígidas aguas y recrearnos, camino adelante, en la semisumergida fortaleza romana de Aquae Querquennae, cuando el sol en su ocaso reverberaba en la puerta pretoria oriental, de la que solo los arcos emergían; caía la tarde, el frío instaba, y como borrachos de una tal jornada, ya a cobijo en rodante auto, eufóricos, seguimos con un parlamento sin desmayo.

¡Viva la amistad de quienes tanto manifiestan!

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