Opinión

Gentes y costumbres de postguerra en el barrio

Desde la infancia de aquellos tiempos de una postguerra de la que uno recuerda sacando cupones de una cartilla de racionamiento para proveernos de pan, aceite y no de leche que las aldeanas de Bentraces, Sobrado, Parada, o la misma Valenzá dejaban en un recorrido que solía acabar en el Posío antes de pasar la temida barrera que debían franquear con las rianxeiras estas leiteiras y también los portadores de piñas y carqueixas para encender las cocinas de hierro de todos los hogares ourensanos, con la excepción de los más pobres que se aprovisionaban de algún madero dejado en remansos del Barbaña o de esas barnizadas tablas del desecho de mobiliario, ignorando, que esta leña que sembraba la Barronca, emanaba unos gases por la cremación de unos barnices que causaban fatales enfermedades.

Eran esos tiempos en los que podría decirse aquello de cualquier tiempo pasado fue mejor y no anterior como muchos dicen, aunque lo sea. Jugábamos en las intersecciones de esos caminos que daban a la carretera de Celanova, que lo de Marcelo Macías para unos cuantos, o cultos o poseídos. Se jugaba a la pelota de la que repuesto a mano pues, si una sola, quedaríamos sin partido porque las más de las veces caía en el viñedo (hoy lavacoches Salpicar) del Setecabezas, ese personaje que de tan sentenciudo, no es que se le atribuyeran dos cabezas, tres o cuatro si no que había de tener siete para redondear, el cual en nuestra presencia parecía regocijarse pinchando el balón, pero ahora comprendemos que éramos una tropilla de golfetes que por un tris invadíamos su cuidado viñedo pisando y quebrando alguna vid, y en septiembre, arrancando algún racimo.

Los autocares de línea, autobuses, que ni por asomo así llamábamos sino coches de línea, pasaban cada par de horas rumbo al sureste provincial: A Manchica, Celanova, Cartelle, Bande, Entrimo o Lobios. Controlábamos su horario para hacer trastadas en ese vivero de rapaces que era la carretera, pero aún así en la emoción o euforia de alguna futbolera partida, descuidados, nos sacaba del letargo el horrísono sonido, como a chu, chu de aquellos cláxones de la Empresa Suárez, para levantar porterías marcadas por jerseis o piedras y darnos como a la fuga.

Más abajo el Avión resoplaba en su bajo o bombardino, momento que aprovechábamos para lanzarles más que chinitas, algún pedrusco en parabólico modo, errando más veces de las que se atinaba desde el camiño de Barbadás las que algunas daban en el blanco que no otro que la bocaza del instrumento. Por las voces del damnificado sabíamos si habíamos dado en el blanco.

Bajaban en los atardeceres los clásicos toliños de entonces: el Luis de Barbadás, dos pasos adelante y uno atrás, O Pedriño das Lamas que siempre con nitidez tenía flor de labio para respondernos siempre lo mismo: ¿A dónde vas Pedriño? ¡A comprar mistos, carallo! O Emilio, el a posteriori tomado por capitán Bombilla ciudad adentro, que nosotros ni tal sino Capitán Tojo o algún otro que no recuerdo. El Chito ya era otra cosa, de sentenciudo podría convertirse en un carente, pasando de la lucidez a la ensoñación etílica que le hacía creerse hasta avión cuando subido a un árbol. Formaban parte diaria de un cartel nunca promovido.

Más abajo, a Adolfo Rego (al que vimos hace unos días de convidado de piedra en la tribuna de una conferencia cuando podría contarnos tantas cosas) que vive para recordarlo quien memoria prodigiosa tiene a sus 101, le temíamos porque él, conservacionista, y nosotros a balinazos o flechazos con ese tirachinas contra todo gorrión que se preciara, que por bandadas revoloteaba; nunca sobre lavandera, abundante jilguero o enramado mirlo. También empleábamos la liga o la ratera de muelles para atrapar esos pájaros. Rego era un defensor a ultranza de los alados como también su casi correligionario en las carlistas corrientes, Luis Rodríguez, O Cazón, porque sí, lo era expertísimo, amén de escritor de cuentos de lobos. Más nos deslumbraba éste carlista porque de cuando en cuando aterrizaba en lujoso coche el pretendiente a la corona Carlos Hugo, cual errabundo viajero para mantener el espíritu de eterno pretendiente.

Franco inauguraba de una tacada, con gran despliegue viario de guardias civiles, de corps, metralleta en bandolera, grandes botones, guerreras y capa y la guardia mora, ya el sanatorio de Piñor ya el salto das Conchas, pero más nos atraía el Ford-4 camioneta donde diariamente cargaba desde su pequeño almacén los víveres para obreros de la presa, Ramón, provisor natural de comestibles. Y la atracción devenía de que la camioneta servía desde nuestro patinetes de cajas de bolas para remolcarnos, agarrados a sus balderas, allá por las cuestas de As Escorregas, donde Yeyusca Cereales, un enamoradizo vecino que requebraba a toda cuanta muchacha de ayuda a la familia, vecino mayor de la panda, era un artista en la manufactura de patinetes y en el agarre de camionetas, aunque Jandrís superaba a todos por su habilidad de subirse a la camioneta a la carrera cuando renqueante en las mismas Escorregas, cerca de Barbadás; luego a sol tomante se apeaba en cualquier subsiguiente cuestecilla.

El Barrio da Carballeira iba creciendo perdiendo aquella personalidad que le daban las tiendas de ultramarinos de A Pia, Turzó o El Cubano y aun el Hotel Madrugas, otra tienda menor, que haciendo honor al sobrenombre que le habíamos puesto, era la que abría sus puertas antes para que los obreros de la construcción echasen unas copas de licor café o de aguardiente que se creía vigorizaba. Aquellas dispersas casas, cuando llegó la traída y el saneamiento y las aceras, hicieron desaparecer aquellos corpulentos arces y robinias que hilera formaban hasta el mismo Posío, salva sea la parte del puente do Polvorín. Las reconocibles casas fueron sustituidas por manzanas. Perdimos la identidad al convertir la carretera de Celanova en Avenida Marcelo Macías.

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