Opinión

Intercambio de chistes y singulares personajes de otrora

Me reconoce uno de aquellos colegas del “cambio, compro, vendo y chorizo” en que se convertía en los años cincuenta la entrada de la calle Lamas Carvajal, donde el quiosco-librería de la Viuda de Lisardo, cuando el intercambio de cómics, que nosotros llamábamos chistes o tebeos, ya fueran del Guerrero del Antifaz, Flash Gordon, Roberto Alcázar y Pedrín, Hazañas Bélicas, Purk el hombre de Piedra, El Pistolero Justiciero... Como germanófilos, pues estábamos en plena postguerra, los chistes bélicos presentaban siempre a la Wehrmacht (ejército nazi) como los buenos de la película, aunque a los americanos también, siempre que combatieran en Oriente a los japoneses. En el reconocimiento más de él que mío, al primer encuentro después de más de medio siglo, tuve que preguntarle por su nombre porque él recordaba el mío, acaso por ver mi foto en esta misma sección que me recordó veía; ya leerla es otro cantar. Julio Gómez, era de aquellos tiempos, tendría un bar, trabajaría en la Deputación; recordaba los partidos de fútbol en el campo Loña. Nos hallamos por acaso en una panadería donde la solícita Sita tiene siempre la palabra justa para cada cliente que aunque muchos, saluda a cada uno y conoce sus paneras apetencias; incluso siendo forofa del Barça no la veo peleándose con los del Madrid, me parece. Rememoramos Julio y yo nuestra juventud en la Viuda donde festivos y domingos se cambiaban los chistes por centenas, y de los primeros tiempos, con una relajación que nunca se daba, porque la densidad de concurrentes obligaba a alojar los tebeos bajo el brazo, gabán o gabardina para preservarlos de una inconsciente sustracción porque no nos enterábamos hasta que retornados hacíamos recuento; de los cromos ya era imposible. Las soleadas mañanas de invierno se convertían en hervidero de intercambios, que se hacían menos cuando instaba la lluvia, con la panda reducida a la cuarta parte. En las compras de chistes en la Viuda había que guardar cola; allí estaba o la propia librera o su hijo Lucho, que luego heredaría el negocio y ya se convertía en el hijo de la viuda de Lisardo, heredado por una hija en un negocio que resiste todos los avatares del cambiante tiempo.

Y cuando estoy en éstas, me reconoce otro amigo y yo a él cuando de intercambio de saludos aparece y nos aborda Pepe Platero con el que memoria hacemos de aquellos viajes de exámenes a la escuela Oficial de Periodismo ubicada en el mismo edificio que fue ministerio de Información (sería de Desinformación, más bien, dados los tiempos que corrían y con Fraga al frente). Platero, que pasó por la Radio, La Voz de Galicia, fue funcionario de la Diputación y director de la revista del ente, Auria, de cuidado formato e interesantes colaboraciones, aún se pasea por ahí ayudado de bastón. Clarividente, y de personal voz, que no deja un día sin su paseo, que con los años, de habitual del Miño-Outariz, después del Barbaña hasta el Pazo dos Deportes, y ahora de más reducido curso como la edad impone. El amigo encontrado me dice que me lee y compruebo, porque si lo dejo, hasta recitaría mi último escrito.

Después, encuentro con Pepito Mosquera que fue baterista de la Ciudad de los Muchachos en tiempos de Celso (Púas) y Daniel Bouzo y otros de instrumentistas. Mosquera, golpeado por una rara enfermedad, no pierde su parlamento y aún recuerda sus desvelos con los cisnes del Posío cuando él más los cuidaba y algún reconocimiento del Concello en forma de un chaleco amarillo que ya parecía un exceso porque le confería, además de cierta autoridad, como licencia para cuidar, lo que le animaba a seguir comprando con sus escasos recursos el pienso para los cisnes, que finalmente desaparecieron por municipal dejadez, nunca por la del cuidador, de tantos mimos que su desaparición lloraría.

Y como por O Posío andamos al paso por el Bar Jardín donde nuestro tio Luísisis echaba unas diarias partidas de chamelo (dominó) con una peculiar panda de más mirones que jugadores donde destacaba, por su aguda observación de todo el devenir de la partida, el profesor Pedreira, que era ese sabio despistado de la Escuela de Magisterio, pero al que aquí no se le perdía una, aunque nunca se hallaría de jugador este singular maestro que usaba raída gabardina sobre caídos hombros, no menos raído sombrero que le daba un aspecto más que de quijotesca figura descabalgada, de sapiente despistado, eso sí, de pocas, mas atinadas palabras.

Y en pasando el Posío y carretera de Celanova (como la decíamos antes de ser avenida Marcelo Macías) adelante recordábamos el pasaje, desde Cabeza de Vaca a la ciudad, de ese personaje que fue Emilio, más Capitán Tojo, como malévolamente le apodábamos por llevarlo como insignia en la solapa, que Capitán Bombilla como algunos capitalinos por llevarla incrustada en su gorra de plato. Emilio descendía a la urbe con la solemnidad que le daba una casaca o guerrera napoleónica jalonada de hombreras y jarreteras amén de cordones militares pero nunca exhibiendo magín alguno creyéndose más veces Truman que Napoleón, pero siendo consciente, por su vestimenta, de que nunca podría ser Alejandro o César. Así, aunque lo pensara, nunca le veríamos disfrazado de Stalin o Mao y menos de Franco porque algo de cordura había en aquella cabeza que creíamos desvariada por unos fallidos amores que solo románticos nos parecían, para atribuirle un aire más de toliño que de disminuido psíquico. Cuadraba a nuestras mentes pensar que los desvaríos de Emilio tenían ese origen, que en cierto modo respetable lo hacían para los del extrarradio; para los de la ciudad era otra cosa. Y donde jamás de él nos mofábamos era a su paso por el barrio de A Carballeira-Feijoo porque la consideración emanaba, de cierta respetabilidad por su imperturbable paso y porte.

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