Opinión

Multa fele y multa cane

Grey gatuna del Vilar Cantábrico cuando ya se había dispersado más de la mitad.
photo_camera Grey gatuna del Vilar Cantábrico cuando ya se había dispersado más de la mitad.

Multa cane exclamaban los poetas latinos ante la invasión de perros en la Urbe, como a Roma llamaban (por ser la ciudad por antonomasia). Multitud de perros vagaban por sus calles sin dueño; poseer un can ya significaba cierto estatus en la Roma republicana; en la imperial ya se extendía la plaga de canes, sarnosos y rabiosos gran parte de ellos, portando muchas enfermedades; de ahí el pasmo de muchos poetas por la plaga de cánidos, a pesar de ser descendientes del lobo, olvidando que una loba había amamantado a los gemelos Rómulo y Remo, míticos fundadores de la ciudad, y por lo tanto debería considerarse a sus descendientes caninos.

El multa cane en la actualidad está al orden del día; no ya se posee un perro sino hasta dos, tres o cuatro, que si uno ya roba tiempo y resta comunicación verbal con el entorno humano, dos y tres, ni te cuento. Dicen que hay cerca de 10 millones de perros en el país. Ahora con la ley de Protección animal se exigen unos protocolos que para cumplirlos exigirán mucho amor a estos animales, que, ciertamente, se tienen de los más o el más servil con el ser humano, en una subordinación que da la sensación que sin este servilismo no podrían subsistir, cuando dejando el vínculo de dependencia y abandonados errarán hasta la búsqueda de un amo o si se asilvestrarán, pero para depender de otro cánido alfa. Los perros en su lugar, y no en ese exceso de amor que en defensa de ellos hacen sus amos, que siempre los preferirán, en cualquier fortuito encuentro con otros humanos a los que olfatearían, lamerían o morderían, en el peor de los casos; tanto los preferirán que el mismo y eminente escritor uruguayo Eduardo Galeano, escandalizado por este exceso, diría: “La sociedad actual humaniza al perro y deshumaniza al hombre”. Y esto debe ser cierto porque se descuida el trato con los humanos a los que se rebaja de categoría frente a nuestro perro de tal modo que si alguno te lamiere o mordiere te dirá su amo que por qué lo provocaste.

Lo último en agresividad canina, no ya de humanización del animal, lo tenemos en el caso de la muerte causada hace unos días a una joven enfermera que paseaba entre su pueblo de Roales del Pan y La Hiniesta, a menos de dos kilómetros, y a escasos del norte de la ciudad de Zamora, por una docena de canes, mastines y pastores, que la atacaron fuera de su finca en un camino, lo que nos alerta del potencial peligro de un cánido al que sus amos dejan suelto por ahí sin control.

Los perros desde la domesticación del lobo, hace entre 10 y 12 mil años, ha sido compañero de hombre ayudándole en la caza, guardando sus rebaños, pero también usado en la guerra donde ya las legiones romanas habían entrenado a una multitud de ellos para ser lanzados contra las filas enemigas, incluso acorazándolos con collares, púas y además para que causaran estragos en las formaciones enemigas; los conquistadores españoles los usaron contra los indígenas americanos que sí domesticaban al can pero para comérselo, por lo que no pudieron replicar con las mismas armas.

Los gatos, que desconocen el servilismo y no precisan amo al que mendigar alimento, fueron de compañía para muchos y sobre todo para alejar a los roedores de los graneros. Incluso las legiones romanas, y muchos ejércitos, en sus desplazamientos los llevaban para librarse de los ratones que disminuían su despensa.

Si los perros en jaurías y juntanza de muchos, los gatos más individualistas y asociales con sus congéneres; por esto es difícil verlos en concierto y juegos con otros de la especie, como en esta sorprendente foto al paso por una aldea del interior cantábrico llamada Vilar, de solo cuatro vecinos de las docenas que tuvo, que mira a la Ría del Sor, en el momento en que otros tantos se dispersaron al tomar la foto.

Yo preferiré siempre el multa fele al multa cane porque me atrae su independencia en la que más dominan que son dominados, estos félidos que no felinos, atractivos por su increíble agilidad y elegantes movimientos.

Jugábamos con los gatos cuando niños ya lanzándolos desde cierta altura para admirar su destreza en el aterrizaje ya poniéndolos en el extremo de una tabla a modo de balanza sobre la que dejábamos caer una piedra para en la fuerte oscilación lanzar al félido a las alturas en una época en la que corriente llevar al rio a una camada de gatos para ahogarlos… no fuera que proliferaran en demasía. Eran aquellos tiempos de una infancia desabrida en la que ni se juzgaban crueles estas cosas por esas enseñanzas que nos trasmitían de que todos los animales pertenecían al hombre, y por tanto, podías hacer de ellos cuanto quisieras (una aberración de los catecismos del padre Ripalda y el padre Astete que inculcaban que el hombre es el dueño de la creación).

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