Opinión

Ourense 1918, sin gripe y con frío

Dos cines: el Pinacho y el Barbagelata, donde llovía con gotas gordas, se ubicaban en el Paseo, que era un barrizal

En el año de la mal llamada gripe española cuando la ciudad no pasaba de los 15.000 habitantes, equiparable en tamaño a lo que Carballiño, Barco o Verín ogaño, mi padre en un artículo del año 48, en La Región, escribía, entre otras muchas cosas, que en el 18 daban más cacahuetes por una perra chica (cinco céntimos de peseta) que en el 48 por un duro, y de cuando su familia de trece (Alejandro y Delia, los padres, y los hijos, Carmiña, María, Teresa, Antonio, Luis, Ricardo, Alejandro, además de un tio cura, el canónigo Agustín Rodríguez, y una cocinera, y dos chicas más de servicio), que por un duro todos comían; en 1948, en su mesa igual de poblada, por un duro comía solamente uno.

En los casinos, círculos liberales, oficinas públicas o privadas, comercios, almacenes, tiendas de ultramarinos (raramente, en zapaterías también) había un brasero donde para calentarse, cada uno debería aportar reavivándolo con uno de aquellos diarios de formato tabloide.

Uno de los periódicos, “El Diario de Ourense”, sería fundado por los capitalistas diputados provinciales y ediles conservadores con cinco duros per cápita por toda aportación, al mismo tiempo que el director y dos redactores del vecino Diario Miño cobraban en junto 23 duros al mes, que eran satisfechos en especie con latas de sardinas, y con un frío que se colaba por los marcos; como remedio un brasero de hierro era alimentado por los periódicos devueltos; cuando éstos se consumían, que era pronto, había que recurrir al carbón que suministraban carboneros ya a lomos ya en carros. En almacenes, bares y otros establecimientos las escupideras, sobre todo de aquellas redacciones, plenas de humos, donde todos fumaban y sin tasa tosían; no se suprimieron hasta los años 60 en los que muchos no llegaban a la jubilación.

El Liceo Recreo de Artesanos (hoy Ourensano), entonces, tenía por toda calefacción una estufa en torno a la que se acomodaban, estiradas las piernas y acurrucados en el gabán y embozados, los socios que iban llegando, mientras otros aguardaban su turno caminando sobre el cerrado patio, batiendo los embutidos pies de calcetines de lana, remendados algunos, dando casi más patadas que pasos al pavimento porque las livianas suelas de cuero de aquellos zapatos dejaban congelados los pies. Algún recalentado de la estufa se iba para su casa y su lugar era ocupado por el paseante por orden de llegada, llevando el salido unas calorías acumuladas que apenas conservaba en sus frías casas, como recordando al poemario becqueriano: “En las largas noches del helado invierno/ cuando las maderas crujir hace el viento/ y azotan los vientos el fuerte aguacero”...

Dos cines: el Pinacho y el Barbagelata se ubicaban en una calle del Paseo que era un barrizal a pesar de que más tránsito de vehículos en su paralela del Progreso por su compacto piso. En el Barbagelata llovía con esas gotas gordas y molestas que se filtran por las removidas tejas; la gente abría los paraguas y seguía viendo cine. Por el patio de butacas, donde también se abrían los paraguas, las damas de la burguesía acomodada eran abordadas por sus criadas que preguntaban a sus señoras qué ponían de cena. Aún no existían las salas de los cines Losada, Xesteira, Mary, Avenida, Yago, que el Principal, más a teatro que a cine. En el Barbagelata se exhibía al final de cada película, antes de bajar el telón, a un macilento león de rala melena, más cascado que sarnoso can, que apenas se sostenía en sus cuatro patas y al que había que azuzar para arrancar más que un rugido un ronquido, lo que bastaba para ahuyentar a los espectadores tardíos que huían como alma que el diablo lleva.

En aquellas casas de habitaciones empapeladas las chicas de servir, que criadas dichas, llegaban y solamente se iban si casadas o amortajadas.

La ciudad no daba ni para medio periódico y héteme aquí que tendría tres, cuatro, y a veces, cinco. En la Barreira, la Casa de Baños y Baños del Outeiro, termales de pago para clientes que huían del frío de los suyos porque carecían de un termo calentado por las cocinas de hierro, y donde las mozas que concurrían, eran etiquetadas por las sirvientas con la contundente frase de: “Esta se casa mañana”.

Por el Sábado de gloria, el Corpus o la Ascensión las campanas de la ciudad, que eran tantas, aunque ahora más pero silentes, se volteaban para repiquetear incesantemente por más de una hora lo que más tolerable que el estrépito de esos primerizos automóviles donde del tubo de escape ni noticias.

En los noviazgos las mozas se comunicaban con sus pretendientes por señas desde el balcón, o por papelillos o billetitos que el galán enviaba a través de la criada. Cuando por las grandes festividades salían juntos, pero en nada arrimados, sub vigilantia del hermano, o a corta distancia, por sus papás; a su lado, a veces una hermana, podía también desempeñar el papel de escopeta y lo mismo el hermano o una amiga, eso sí, de la confianza de los padres.

Este Ourense, villorrio donde los hubiese, ya se había desprendido de las murallas que la ciñeron que fue desmantelando paulatinamente a través de los siglos, ya eliminando paños de murallas, puertas, portones o torreones, como medieval ciudad que precisa desprenderse del cinturón que la oprime, cuando la urbe cerraba sus puertas en el véspero para evitar la entrada de malhechores, o del ataque de partidas o mesnadas, y se protegía con vigilias nocturnas que se desplegaban a lo largo de sus murallas.

Ricardo Outeiriño, mi padre, a la sazón director de La Región, hizo una semblanza de aquellos tiempos que me permito, más que copiar, fusilar dándole otro viso. Indican claramente que cualquier tiempo pasado fue peor y que las edades de oro de la antigüedad solo existieron en la poesía romántica o en las mentes de ilusos o soñadores.

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