Opinión

De esos que más te conocen... y de aquellos colegas que fueron

Fidel Castro con el ourensano Alfonso Sobrado Palomares.
photo_camera Fidel Castro con el ourensano Alfonso Sobrado Palomares.

En ese deambular de acá para allá, menos de lo que quisiera, es inevitable saludar a tantos; de entre éstos alguno, acaso, más te conoce que conoces; por eso cuando te das de bruces con alguien que con familiaridad te trata empiezas a darle vueltas a la memoria para reconocer al interlocutor que te aborda; parece como si te metiesen en aprietos porque en tales casos es mejor dejarse llevar tratando de reconocer a quien por más que te esfuerces, su fisonomía ni te suena. Será que se van perdiendo facultades. También sucede que los reconocidos, aunque de borroso recuerdo, te traten como si amigos de toda la vida.

Me llama desde Esgos un amigo, que sí muy reconocible, para agradecerme una cita, y yo me complazco en tener amigos, que citados, molestos no se sientan. Otros habrá que sí, de los que me guardo, aunque hoy en día la privacidad está en cuestión porque nos hacen aparecer en medios o redes sociales. Hay quienes, para ser notorios, crean su propia cuenta en facebook, twitter o instagram. Me dicen que uno que fue eminente en las finanzas ahora más que notable, notorio por su blog de historia de los monumentos patrios, quien de historia solo el nombre le suena... pero que en una época sin filtro hace colar por notable todo lo que toca. Cosas veredes.

Pero dejando de lado estas consideraciones a modo de introducción, se encuentra uno con aquellos que saluda al paso, con los que se para de buen grado porque, además, la amistad obliga. Así que aunque pude pasar de largo, demandaba más que un saludo desde la lejanía, uno que es amigo, con el que enzarzado en luenga charla de esas equitativas en las que suelta uno la lengua tanto como oídos a la otra presta; me encuentro con Juan Fonseca, y lo que iba a ser parlamento de minutos, casi la hora cumple, ya que mucho que decir tiene quien memoria de la vida urbana y sus personajes retiene. Hablar con Juan es como enriquecerse por lo que cuenta y recordar aquellos tiempos en los que él aún infante yo me hallaba, por libre, de examinando en Santiago con su hermano mayor Alvarito, como le conocíamos. Eran los tiempos en que Fidel Castro se descolgaba de Sierra Maestra a La Habana, el Ché iba a marcar a una generación, y antes De Gaulle recogía los frutos de la Resistencia contra el nazismo con una presidencia francesa que le llegaba más allá de la Segunda Guerra, y Franco, ese Franquito, al que así llamaban por pequeño y ruín sus colegas, al Gran Felón, superviviente fascista (franquista a modo de un fascismo, que para mayor similitud también ostentaba como enseña el haz y las flechas al modo del fascio italiano que por enseña las fasces o haz de varas y en medio el hacha, que portaban los lictores, que precedían a los magistrados romanos, como insignia de autoridad) todavía presidía, manu militari, los destinos de la nación. Alvaro Fonseca, Bony, Alberto Viejo, Segade, Chanta, Barral... eran de entre esos muchos colegas de exámenes por libre, alguno de los cuales preparaba un juez de aquellos fidelísimos del Régimen rebelde del 36. Vagando entre amplias aulas, de corridos bancos, un tanto despistados íbamos aprobando; uno recuerda que militaba entre los del montón con unos cuantos cates de los que expresiva esa raya en la casilla de la correspondiente papeleta (luego, las notas, en un libro escolar) que el examinador trazaba sobre la calificación de Sobresaliente, Notable, Aprobado, que cuando Suspenso se limitaba a eso, a la raya, y uno, ingenuo, por novato, preguntó a un bedel qué significaba la dicha raya ondulada, contestando el subalterno: “Rapaz, a ralliña é jodida”.

En aquellos comienzos de los sesenta los errantes examinandos íbamos a saciar la continencia de todo un día al Patata Hilton por 3 ó 5 pesetas, que no recuerdo: una sopa, pescaditos rebozados, un par de huevos con patatas fritas que rebosaban el plato, que, con creces, hacían justicia al nombre con que intitulábamos al bar o mesón, que, por cierto, no se llamaba así, aunque alguno me dijo que acabaría poniéndole el mesonero el expresivo y popular nombre. A mayores, se nos servía postre y café. Otro, vecino, al que irónicamente decíamos Napoleón Hilton era más que mesón, pensión al modo de las que se mentan en la Casa de la Troya, de dura silla de madera de la cual te levantabas cuadriculado. Allí coincidíamos chapando con Gil, al que más conocíamos por León, que inmerso en unas cuantas asignaturas dispersas de Medicina, entre ellas la de Anatomía, del catedrático Etcheberry, que acabaría royendo, y también con el jovial Angel Pagán, sempiterno estudiante de Medicina que acabaría en la banca. Esas tres o más horas de viaje Ourense-Santiago, en el Castromil, con parada y casi fonda en Lalín, era como trasladarte a otro mundo donde incluso por mayo y junio la lluvia era una constante asociada a la capital y donde apurabas en unos días lo poco que habías estudiado en todo un año, salvo esos nombrados a los que el juez tomaba la lección, que, más preparados, superaban las pruebas, mientras a los despistados los cates nos caían más de la esperado.

Así vagábamos por las compostelanas rúas y entre aulas cuando el estío alboreaba y la lluvia, incapaz de ausentarse de aquellos vetustos granitos, contribuía a resaltar la nobleza, aun la de las no escudadas casas.

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