Opinión

Que veñen os indios!, exclamaba el acampado Jaime Quesada

Jaime Quesada, antes de las dos eses del apellido y de su paso a Xaime, era más que un irreverente, un rompedor de estereotipos. Su juventud llena de movidas o trastadas con aquella inolvidable pandilla de Bedoya cuando más que calle era pasadizo de tierra donde destacaba el chalet de los Lloria, él médico y ella poetisa celebrada en vida. Aquella pandilla de Bedoya de la que formaban parte, además de Jaime o Jaimito entonces, aunque él vivía en Lamas Carvajal, se componía de unos irreverentes Pepe Chuco, Xulio, Tomás... De sus correrías, incontables cosas y no digamos la que armaban en aquellos campamentos del Frente de Juventudes (modelo fotocopiado de las Juventudes Hitlerianas, que todavía no eran OJE, Organización Juvenil Española, como si el partido de Falange fuese el Nacionalsocialista y ellos el vivero) o algo así, los cuales acampados en Monterrei capaces eran de escaquearse de la autoridad que ejercían los jefes de campamento como Alvarado, Garde, Movilla... alojados en unos bungalows pintados de verde y ribeteados de blanco con los flechas, antes balillas (iniciados) y centuriones (veteranos) bajo las lonas del denso pinar, chapuceando en el río Loña, por Os Gozos, o bajando a la ciudad en el ocaso para retornar al alba.

Así que acampados, los jóvenes Chuco y Xaime se escaquearon del campamento de Monterrei y se fueron de playa portando una desteñida lona, algo parecido a una tienda de campaña, sin varillas ni piquetas. Luego de una trashumancia por las Rías, donde subsistirían gracias a los dibujos de Jaime, recalaron por A Lanzada con unas mochilas de más peso que el contenido. En ellas, la tienda informe y ajada a la que se armaba a cobijo de cualquier duna, casi siempre de prisa, porque podría sobrevenir un aguacero, común en aquellos veranos. Por vecinos, la residencia para niños sin familia que la Diputación de Pontevedra poseía, y los hermanos Tovar, el poeta Antón y el vivencial Chelís, que moraban el primero en una casita de piedra de marineros, que por favor o concesión el poeta usufructuaba, mientras el vivencial se cobijaba a su vera en tienda de campaña de gran formato. Chuco y Jaime, se afanaban en pelar a navaja unas ramas de madroño o érbedo, que cercano crecía, como travesaño de la tienda que se apoyaba en otras dos varas de la misma madera. El tensado, sin piquetas, con unas estaquillas y unos cordones de zapatos, hasta dejar el “inmueble”, más o menos, con forma de tienda de campaña canadiense. Montada, salían disparados a la mar, casi en el ocaso, cuando el imaginativo Jaime, despavorido al grito de: Que veñen os indios!, corría despelotado, brincando por entre las dunas con el taparrabos a la cabeza, provocando que le siguiésemos; usaba el taparrabos para coronarse con las hojas de madroño a modo de imperial diadema. A fe que si por allí caballo alguno hubiese, Jaimito lo montaría al estilo sioux, sin silla ni estribos… pero no había. Cuando cesaba el show y la lluvia inminente, todos a refugiarnos en la tienda, que no se sabe ni lo sabíamos con que mañas Jaime y Pepe no hurtarían o sisarían de los flechas falangistas que ellos a la sazón unos libertarios insumisos a disciplinados cánticos como el “cara al sol, o el alabí alabá/ alabí bombá/ las flechas de mi haz”, de cuyas consignas, además, mefa hacían, vislumbrándose lo que Xaime de tendencia al marxismo tenía, como acreditaría posteriormente. La tienda rebosaba con tantos inquilinos que tocaban techo provocando un goteo donde, si la lluvia exterior más que incómoda, dentro era como si bajo regadera, durante esa tregua que los indios invocados daban.

Por aquellos tiempos íbamos de O Grove a A Lanzada en un destartalado bus de la empresa La Unión, con chófer y sin revisor para ahorrar gastos, en el que subidos pagábamos una peseta, pero había un modo que funcionó por un tiempo, el de ni pagarla, trepando subrepticiamente por la trasera escalerilla de una baca con asientos de madera y lona para taparse, momento en el que se agolpaban los amiguetes en los asientos traseros para que el conductor no se apercibiera por el retrovisor de los polizones a bordo. Una vez, sorprendidos por un chófer que ya se olía algo, bajó y lanzando improperios provocó que saltásemos en desbandada, con tal fortuna que sin quebranto de miembro alguno. Desde aquel día, si había monedas, a la Lanzada, y si no, caminando una legua que nunca llegaba, porque las bicis eran un lujo.

Abastecíamos, desde nuestra casa de veraneo, a los palmados Jaime y Chuco a bocadillos de tortilla, jamón, queso o chorizo para que no pasaran más hambre que el Lazarillo de Tormes con su amo el ciego o en Salamanca con el mismísimo dómine Cabra, un clérigo, que al agua teñida, por todo caldo, le adicionaba algún garbanzo flotante, o cuando más una aceituna, que los estudiantes, acogidos a su pupilato, provistos de un palillo, disputaban tan hambrientos como obnubilados entre los vapores de la olla.

Así fueron pasando aquellos mini veraneos de A Lanzada hasta que los Chuco-Jaime decidían, ya forzados por unas agotadas existencias ya por cambiar de aires, irse en autostop; fracasaban por impacientes, retornando una y otra vez a la duna donde armaban de nuevo la de campaña; cuando al fin les paraban, iban sin objetivo, sin rumbo, a dónde les llevasen.

Jaime desde esa primera juventud se esfumó entre Madrid, el Montmartre parisino y la ínsula Barataria, que si existiese, la hubiese preferido a Ibiza, cursando bellas artes en la capital, cultivando la bohemia pictórica en París y la ibicenca en las islas, mientras Chuco emigrante a Alemania, y su colega de nomadeo playero, incrementaba su arte impregnándose de una corriente aquí y otra acullá para hacerse un estilo propio acreditado en la pintura cuando ya más que Quesada juzgó que Quessada con dos eses, mejor artísticamente, como así fue.

Te puede interesar